Antes de
que se vaya tu olor en estas noches he de rendirte homenaje,
con un recuerdo del esplendor de los cuerpos en el verano,
de la plenitud de la carne y de los sentidos. Eres, recatada
dama de la noche, de la misma familia que el jazmín, que el
nardo agosteño, que la magnolia que por junio abre su
orgullo, altiva y oronda como una marquesona antigua; eres
de la misma familia que el azahar de los primeros tambores
de la primavera. Tu sangre es la misma savia de olor de las
flores de Sevilla. ¿Por qué de las flores, más que el color,
más que el tacto, más que la perfección de sus formas, nos
gusta el olor? ¿No será que el sevillano tiene el olor de
las flores en la memoria? A una noche de velas rizadas y
saetas en los balcones de palmas nuevas siempre le ponemos
un recuerdo de azahar. A una tarde de la mano que nos cogió
una novia primera por las avenidas del Parque siempre le
ponemos del alto, orgulloso, altivo olor de las magnolias de
junio, cuando veníamos de ver bailar a los seises rigodones
de uva y de trigo. A un anochecer de juventud y gozo siempre
le ponemos el olor de los jazmines, qué bien huelen los
jazmines en el pregón de la memoria.
Siendo de esa misma familia del olor de la memoria de las
cosas, tú eres distinta, vieja dama de la noche sevillana.
No tienes, como tus parientes, flores blancas. No tienes
flores que cortarse puedan. Tienes esos primores verdecitos
de tus plantas, abiertos como paragüitas de dulce en el
escaparate de una confitería de la Alcaicería. No tienes
flores. No tienes blancor que grite desde la tapia de un
convento. Ni siquiera la duda diaria del dondiego, el abrir
y cerrar de ojos de esa flor que quizá también la plantara
don Miguel Mañara, in ictu oculi. No tienes, vieja dama de
la noche sevillana, el carmesí de las buganvillas, sólo el
lustre profundo de tus hojas.
Viniste a casa cuando empezaba el verano. Me habló de ti el
jardinero de la Caridad: «Llévese usted ésta, que verá cómo
trasmina, ahí donde usted la ve, verá cómo trasmina...»
Fueron muchas tardes de amor en la terraza, la voz querida
que me decía: «Vamos a regar tu jazmín y tu dama de
noche»... El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba.
El viejo jazmín ilustre, como injertado del olivo de Minerva
en un patio de Sevilla, llenaba cada tarde, una tras otra,
todo el verano, un plato entero que luego quedaba,
expandiendo su olor, en la mesilla de noche, hasta que a la
mañana las flores tenían el mismo color amarillento con que
salen en las fotografías las chaquetas de hilo de los
muchachos que mataron aquel verano en el frente de Madrid.
El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. Hasta la
otra noche. Entré y sentí la constancia de tu presencia. Era
un viejo olor querido, un olor de almohada de madre, de
cartera de colegio, de lápiz recién afilado, de goma de
borrar recuerdos de pilistra y mármol por un patio, vamos,
niños, al sagrario... La otra noche, vieja dama de Sevilla,
me diste la lección de humildad de tu olor. No tenías flores
blancas que gritaran su color desde el frescor de un plato
de Pickman. Estabas la última entre todas, junto al jazmín
literario y junto a los helechos que traen el frescor de la
umbría de la sierra. No estabas oliendo. Estabas dando,
vieja dama de noche, una lección de humildad. No habías
dejado por embustero a tu maestro del Jardín de la Caridad,
el que te enseñó a ser sevillana. Cumplías con el oficio de
vivir como hay que hacerlo en Sevilla, como pidiendo perdón
por la perfección de tanta belleza en tu olor. No te
pavoneabas, como se atreve el jazmín las tardes en que está
cargado. Ni emborrachabas, como hacen tus parientes lejanos
los naranjos de San Vicente. Con tu olor, vieja dama de
noche, modesto tronco, imposible flor, verde lustroso de tus
hojas, me estabas dando la lección de humildad de tu
belleza. Por eso, antes que se vaya tu olor en estas noches
que cada vez van llegando antes, quiero rendirte homenaje,
hablar contigo, dama de la noche del Jardín de la Caridad
que desde allí me traes a diario la lección de humildad de
Mañara.
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