ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


Diálogo con una dama de noche

 Antes de que se vaya tu olor en estas noches he de rendirte homenaje, con un recuerdo del esplendor de los cuerpos en el verano, de la plenitud de la carne y de los sentidos. Eres, recatada dama de la noche, de la misma familia que el jazmín, que el nardo agosteño, que la magnolia que por junio abre su orgullo, altiva y oronda como una marquesona antigua; eres de la misma familia que el azahar de los primeros tambores de la primavera. Tu sangre es la misma savia de olor de las flores de Sevilla. ¿Por qué de las flores, más que el color, más que el tacto, más que la perfección de sus formas, nos gusta el olor? ¿No será que el sevillano tiene el olor de las flores en la memoria? A una noche de velas rizadas y saetas en los balcones de palmas nuevas siempre le ponemos un recuerdo de azahar. A una tarde de la mano que nos cogió una novia primera por las avenidas del Parque siempre le ponemos del alto, orgulloso, altivo olor de las magnolias de junio, cuando veníamos de ver bailar a los seises rigodones de uva y de trigo. A un anochecer de juventud y gozo siempre le ponemos el olor de los jazmines, qué bien huelen los jazmines en el pregón de la memoria.
Siendo de esa misma familia del olor de la memoria de las cosas, tú eres distinta, vieja dama de la noche sevillana. No tienes, como tus parientes, flores blancas. No tienes flores que cortarse puedan. Tienes esos primores verdecitos de tus plantas, abiertos como paragüitas de dulce en el escaparate de una confitería de la Alcaicería. No tienes flores. No tienes blancor que grite desde la tapia de un convento. Ni siquiera la duda diaria del dondiego, el abrir y cerrar de ojos de esa flor que quizá también la plantara don Miguel Mañara, in ictu oculi. No tienes, vieja dama de la noche sevillana, el carmesí de las buganvillas, sólo el lustre profundo de tus hojas.
Viniste a casa cuando empezaba el verano. Me habló de ti el jardinero de la Caridad: «Llévese usted ésta, que verá cómo trasmina, ahí donde usted la ve, verá cómo trasmina...» Fueron muchas tardes de amor en la terraza, la voz querida que me decía: «Vamos a regar tu jazmín y tu dama de noche»... El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. El viejo jazmín ilustre, como injertado del olivo de Minerva en un patio de Sevilla, llenaba cada tarde, una tras otra, todo el verano, un plato entero que luego quedaba, expandiendo su olor, en la mesilla de noche, hasta que a la mañana las flores tenían el mismo color amarillento con que salen en las fotografías las chaquetas de hilo de los muchachos que mataron aquel verano en el frente de Madrid.
El jazmín, vieja dama de Sevilla, te aventajaba. Hasta la otra noche. Entré y sentí la constancia de tu presencia. Era un viejo olor querido, un olor de almohada de madre, de cartera de colegio, de lápiz recién afilado, de goma de borrar recuerdos de pilistra y mármol por un patio, vamos, niños, al sagrario... La otra noche, vieja dama de Sevilla, me diste la lección de humildad de tu olor. No tenías flores blancas que gritaran su color desde el frescor de un plato de Pickman. Estabas la última entre todas, junto al jazmín literario y junto a los helechos que traen el frescor de la umbría de la sierra. No estabas oliendo. Estabas dando, vieja dama de noche, una lección de humildad. No habías dejado por embustero a tu maestro del Jardín de la Caridad, el que te enseñó a ser sevillana. Cumplías con el oficio de vivir como hay que hacerlo en Sevilla, como pidiendo perdón por la perfección de tanta belleza en tu olor. No te pavoneabas, como se atreve el jazmín las tardes en que está cargado. Ni emborrachabas, como hacen tus parientes lejanos los naranjos de San Vicente. Con tu olor, vieja dama de noche, modesto tronco, imposible flor, verde lustroso de tus hojas, me estabas dando la lección de humildad de tu belleza. Por eso, antes que se vaya tu olor en estas noches que cada vez van llegando antes, quiero rendirte homenaje, hablar contigo, dama de la noche del Jardín de la Caridad que desde allí me traes a diario la lección de humildad de Mañara.


 

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