Levanto la mano y le digo a la seño, a la profe:
-- Me pido un ministro Wert para Sevilla. Total, si no lo
dejan españolizar a los niños catalanes, que se dedique a
sevillanizar Sevilla, que hace igual de falta.
-- O más, usted, o más, porque lo mismo que el que habla
español se siente ya extranjero en Cataluña, y nada digo en
Mallorca, con todos los letreros de las calles en mallorquín
y ni uno solo en castellano, nada le digo de lo guiri que se
siente uno en Sevilla al ver cómo la están destrozando.
Yo traería al ministro Wert, héroe de las identidades
nacionales, para que en sus horas libres nos echara una mano
en algo casi tan difícil como defender la lengua española en
Cataluña: que Sevilla se parezca a Sevilla. Por lo visto,
eso es dificilísimo, porque Sevilla cada día de está
pareciendo menos a lo que entendemos por Sevilla y más a
Albacete. Y no sólo la ciudad toda, sino cada una de sus
partes y lugares. Todo lo que tocan lo desevillanizan. La
mentalidad dominante dice que lo que se entiende por
sevillano es rancio, carca, retrógrado. Facha, en una
palabra. Y, por el contrario, todo lo que sea
"como-de-por-ahí" (que decía mi querido y recordado Ignacio
Pablo-Romero) es tenido por progresista, moderno, fantástico
y maravilloso. ¡Malecón (de Triana, con azulejo) el último
que no desevillanice a Sevilla!
Ahora se cumplen veinte años del mayor proceso de
desevillanización, que fue la Exposición de 1992. La otra
cara de la moneda de la Exposición de 1929. Para la
Exposición del 29, Sevilla se sevillanizó. Fue rediseñada
por un sevillano, por el arquitecto Aníbal González (a quien
por cierto un enemigo le ha levantado una ofensa en forma de
orejuda estatua ante su magna obra de la Plaza de España).
En vísperas del 29 todo se hizo "estilo sevillano". La
Avenida se llenó de edificios tenidos como de estilo
sevillano. Hasta los Quintero sacaron al escenario de sus
obras esos tresillos llamados "de estilo sevillano" que
ahora se ven en las casetas de Feria, sillas de enea
pintadas con escenas de azulejos de montería. Había una
voluntad de que Sevilla se pareciera a Sevilla. Justo al
contrario del 92, que se hizo de espaldas a la ciudad
monumental (a la que únicamente se le pegó un repaso de
brochazos de Revetón, y listo) y se rindió culto a todo lo
que pareciera lo menos sevillano posible. Verbigracia, los
puentes que se levantaron. ¿Quién puede pensar en Sevilla
viendo el Puente del Alamillo o el del Quinto Centenario (Terry)?
Los pabellones del 29 quedaron como algo sevillanísimo, y
ahí está la Plaza de España, ya símbolo de la ciudad. Los
pabellones del 29 y La Cartuja toda toda quedaron como lo
menos parecido posible a Sevilla, que era de lo que se
trataba y lo consiguieron los tíos, tras derrochar pellones
y más pellones, origen de la actual ruina de recortes y
rescate.
La Sevilla que vivimos ahora es la hija crecidita de la Expo
del 92. ¿Para qué más conmemoración de la Expo del 92, y
para siempre desgraciadamente, que las Setas de la
Encarnación, donde han levantado lo que ningún moderno se
atrevió a alzar en La Cartuja cuando la Expo? ¿Qué más
conmemoración del 92 que la desfiguración y
desnaturalización de la Puerta Jerez? Al proceso de
destrucción de la ciudad con los derribos desarrollistas del
tardofranquismo que paró el Alcalde Uruñuela (que fue el
Alcalde Contrapalanqueta) ha seguido algo peor: el proceso
de desnaturalización de Sevilla. Los derribos se hacían en
nombre de la especulación; la desnaturalización, en nombre
del progreso y de la modernidad, para que Sevilla no parezca
Sevilla. Uruñuela paró los derribos, pero la
desevillanización de Sevilla no la ha parado nadie. No hace
falta sacar 14 Cristos, 14 (y pleno al 15 con la Esperanza
Macarena) para celebrar el Año de la Fe. Todos son Años de
la Fe. Hay que tener fe para ponerte delante de las Setas de
la Encarnación, mirar aquel mamarracho y creerte que estás
en Sevilla.
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