ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Alfil para Albariño

  Ayer tarde me acordé de aquel rollazo de película de Ingmar Begrman que en mis tiempos de Facultad teníamos que soportar en todos los cine-clubes para que los pedantes se enrollaran en el coloquio tras la proyección. Sí, aquella película tan hermética y simbólica (y todos los esdrújulos que quieran) donde un hombre jugaba al ajedrez con la muerte. José León Castro, con lágrimas de hombre, con lágrimas de los señores de Sevilla que sirven al Señor de Sevilla, era como una voz escapada de aquella película de Bergman. José León Castro me anunciaba lo que Ginés López Cirera no consiguió decirme, porque no me halló: que Ángel Luis Rodríguez Albariño ha terminado en tablas su partida de ajedrez con la vida, pero que su memoria le ha ganado, le está ganando ya la partida a la muerte, que nunca es un jaque mate.
Cuando me llamó José León Castro, hice mía la emoción de su voz, como ahora quizá se me note en las palabras escritas, mirando, ay, el teléfono por el que me estaba hablando. A este teléfono del escritorio de la mañana, ay, ya no llamará ninguna mañana más Albariño para comentarme mi artículo en los términos del máximo agrado. Cumplía conmigo Albariño lo que le dijo muchas veces a José Luis Montoya:
-- Si el incienso le gusta hasta a Dios, ¿no se lo voy a echar a mis amigos?
Antier mismo, Albariño me llamaba para comentarme el artículo sobre Arfe como Calle del Gin-Tonic. Cuando sonaba el teléfono en la salita, como estos cacharros de ahora te ponen el número desde el que te están llamando, Isabel lo barruntaba al decirme decía:
-- Tiene que ser tu amigo Albariño, porque es un 27 de Los Remedios y no es el de Maribel Moreno de la Cova...
Y era Albariño. Como antes habían sido Casal el de los Bolsos, o don Manuel Halcón, o don Antonio González Nicolás, o Rafael de León, lectores de cinco estrellas, amigos de cinco corazones que me llamaban asiduamente para comentarme los artículos y que la muerte, ay, se fue llevando. Por eso hoy tengo una tristeza de teléfono en silencio, sabiendo que nunca más me llamará Ángel Luis con el incienso agradabilísimo de sus palabras:
-- Yo te estaría llamando todos los días para felicitarte, Antonio, pero no me gusta ser pesado...
-- Pues llámame cada vez que quieras, Albariño, que no sabes la alegría que me das.
Y las ideas que me daba para los artículos, como la del Sindicato de Padres Sevillanos con Hijos en el Extranjero. Como tantas bromas de su gracia, cual la de los toreros de nombre imposible, Efraín y Faustino, que aquí quedaron anónimamente reflejadas. Sé que otros hablarán con toda justicia de Albariño como gran servidor del deporte sevillano: del delegado del Consejo Superior de Deportes, del secretario de la Federación Andaluza de Fútbol, del alma de la Federación de Ajedrez. Yo hablo hoy de un hombre honrado y cabal en el puerto de arrebatacapas de la burocracia del deporte. Hablo de la ilusión de Albariño en la organización de la sede sevillana del Mundial de Fútbol del 82, cuando el Naranjito. Y hablo de la lealtad con sus amigos. Cada mes de agosto, en la fecha exacta del cabo de año de la muerte de Lorenzo Muñoz, el del Club Natación Sevilla, el cronista de los deportes minoritarios en ABC, Albariño publicaba en este periódico un recuerdo al amigo y gran deportista ido, al olímpico al que le partió la vida la guerra del 36. Me gustaría tener la lealtad de Albariño con Lorenzo Muñoz para seguir recordándolo. Como haré cada vez que vea el blanco teléfono de la muerte sobre la mesa del escritorio y compruebe que hoy no me llamará Albariño.



 

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