ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Saeta para Manolo Mairena

Por ahí tiene que andar la foto, por la colección de ABC y por las hemerotecas. Es mañana de Viernes Santo. Es San Román, que es una de las mejores formas de ser que tiene Sevilla en la mañana del Viernes Santo. Está entrando la cofradía de Los Gitanos. La hermandad aún no se ha ido a la iglesia donde hacían la primera comunión las niñas del Valle. Contrastes de Sevilla: de los velos blancos de las niñas, la capilla del Colegio del Valle pasó directamente al morado de los capirotes de la gente del bronce.

Es, como digo, una mañana de Viernes Santo ya cercana a mediodía, con olor a pucheros gitanos de bacalao con tomate. Está entrando la cofradía. Por ahí viene el Señor de la Salud, rompiéndose la camisa de los blancos puños almidonados con pasadores de tumbaga, de lo bien que lo traen la gente del capataz Manolo Gallardo. Paran el paso. Calla la música de trompetería que arrasó en su entrada en La Campana. Empiezan a sonar las saetas. Saetas de promesa. Desde la calle. Y de pronto, desde un balcón, un ayayayay largo y jondo, que hace inmediatamente el silencio. La gente mira al balcón del ayayayay con que empieza a brotar el borbotón gitano del manantial de esa saeta, que pronto será ancho río de emociones en cuantito doble el meandro del primer tercio. La gente ve en ese balcón a un nazareno de Los Gitanos sin el capirote, con su túnica y su medalla al pecho. Es ese nazareno el que canta este ayayayay inconfundible de la saeta gitana, como una banderita que le pusieran al puente de la fe de un pueblo perseguido al que en este rincón de San Román liberó otro de su raza, su Señor de la Salud.

Y ese gitano que le está cantando una saeta a su Cristo vestido de nazareno, en un balcón, es Manolo Mairena. El más chico de la fragua de los Mairena. En el marcador de hermanos artistas y geniales de Sevilla, los Cruz García de Mairena le ganaron por 3 a 2 a los Machado, a los Bécquer, a los Alvarez Quintero. Tres eran tres los cantaores de la Fragua de los Mairena: Antonio, con el Don del pontificado de las llaves del cante por delante; Curro, el que no era profesional, el que cuando cantaba parecía que acababa de llegar de echar el día de jornal en el campo, con su romana cabeza calva como de procónsul de los Alcores; y Manuel. Que siempre se quedó en Manolito, a la sombra de Don Antonio y de Curro, al lado de aquella galaxia de la Tertulia Flamenca que Manuel Barrios montó en Radio Sevilla, cualquier cosa: los Mairena, Juan Talega, Chocolate, Naranjito de Triana.

Aunque le dieron la Saeta de Oro de Radio Nacional y muerto Manuel Torre pasó por el mejor y más emocionante saetero de Sevilla, Manolo Mairena era más que todo eso. Era todo un gran señor del cante. Para mí que ser hermano de nada menos que de Don Antonio, ojú, (¡sombreros de ala ancha fuera!), le perjudicó más que le benefició. A mí, por marchenero, caracolero y valderramero, y por oriundo del Viso, la verdad es que Manolo me gusto siempre cantando mucho más que Don Antonio. Manolo no tenía la postura inquisitorial de su hermano, que no admitía cante alguno a extramuros de su pontificado. Manolo era un señor. Y elegante donde los hubiera. Elegante en la vida. Elegante cantando. Elegante hasta callando. ¡Qué bien cantaba sus silencios Manolo Mairena! ¡Cuánto decían los silencios de Manolo Mairena! Yo lo evoco ahora en la vieja Redacción de ABC de Cardenal Ilundain, entrando con José Antonio Blázquez camino de un festival flamenco. O lo recuerdo en El Rocío, huésped de mi hermana Fina en su casa de la calle Lince, durante la Romería. Manolo está ya enfermo y no lleva en su maletita nada más que medicinas. Entra en su cuarto y las pone todas ordenadísimas. Como sus cantes. Seguro que entre aquellos botecitos estaba su mejor medicina. La del ayayayay de aquella saeta que una mañana de Viernes Santo le cantó al Señor de la Salud otro señor, un gran señor del cante gitano andaluz, un trueno de arte vestido de nazareno.

 

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