ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Cuatro naranjos

Como los cuatro elementos según Sevilla: el fuego de la calor del verano, el aire que mueve a la Giralda, el agua que el puente de Triana ve irse hacia Sanlúcar y el albero de la plaza de los toros.

Como las cuatro caras de la Giralda.

Como las cuatro jarras de azucenas de esa torre mayor que por mayo es una niña que va con sus flores a María, que Madre nuestra es.

Como los cuatro puntalitos finos que sostienen a Triana.

Como las cuatro sevillanas, riá, ría, pitá.

Como las Cuatro Esquinas de San José.

Como Los Cuatro Cantillos de Triana.

Como los cuatro heraldos que llevan a Colón con los pies por delante bajo el reloj de la Catedral.

Como los cuatro picadores del pañuelo que tenía la novia de Reverte.

Como los cuatro manigueteros de un paso.

Como los cuatro muleros que van al río en la voz de caramelo de malvavisco de Pepe Marchena.

Así son cuatro los monumentales, históricos, impresionantes naranjos de las cuatro esquinas del claustro renacentista del Convento de Santa Clara. Del Real Monasterio de monjas franciscanas clarisas que fundó el Rey San Fernando en 1289 en los terrenos donde Don Fadrique jugaba al ajedrez con la torre de su nombre, hasta que su padre le dio jaque mate y se la comió para levantar el convento, a fin de que andando los siglos Rafael Montesinos tuviera unas campanas que escuchar pudiera en la nostalgia de su infancia, cuando la memoria eligió el camino más corto para herirle.

Me convidaron a la inauguración de la exposición de esas santas que ya no sabemos si son de Zurbarán, de Victorio, de Luchino, de Agatha Ruiz de la Prada o de Elio Berhanyer. En la cédula de convite ponía que era en el Espacio Santa Clara. Yo no fui allí, ni mis recuerdos entraron por la calle Becas. En el camino certísimo de la memoria entré a Santa Clara por el compás que tengo en casa pintado en un cuadro que le compré a Antonio Donaire en Puerta Grande. Yo no fui al Espacio Santa Clara, qué horror de nombre. Yo fui al Tiempo Santa Clara, que es el verdadero convento, desamortizado por esos mendizábales de ahora que dicen que creen en Dios y que están dentro de la propia Iglesia. Y el convento, agradecido, me recibió con la revelación de los cuatro naranjos de su claustro renacentista. Más que la azulejería del Refectorio, más que la iglesia de Juan de Oviedo, más que las esculturas montañesinas de Santa Clara, a mi me impresionaron esos cuatro naranjos. Los mejores naranjos de clausura que hay en Sevilla. Son como antepasados ilustres de los naranjos callejeros. Qué planta, qué porte, qué altura, qué elegancia. Con las naranjas justas, como oro del Jardín de las Hespérides. Y con vocación de cipreses, como gerardianos y enhiestos surtidores no de sombra y sueño, sino de luz y recuerdos.

La mujer que quiero y que adora a Dios en su creación sevillana de los árboles, las flores y los abandonados gatos callejeros, me dio, como en tantas cosas de esta vida, la clave de la verdad. Esos cuatro naranjos del claustro de Santa Clara son tan altos y monumentales porque llevan siglos buscando la luz. ¿Qué mejor símbolo de Sevilla que los cuatro monumentales naranjos del claustro de Santa Clara, tan altos de tanto buscar la luz? Buscar la luz. Buscar a Sevilla en Sevilla, como Quevedo buscaba a Roma en Roma y no la hallaba. Los naranjos de Santa Clara sí la han hallado. Hablaban de las telas de Zurbarán, en esos Almacenes Los Caminos de piezas de tafetán que fue su pintura de las santas, y yo miraba a los cuatro naranjos, cuatro, buscando ansiosamente la luz, la luz de la tarde, la luz de siempre. ¿Espacio Santa Clara? De ninguna de las maneras: Tiempo de Santa Clara. El tiempo detenido en cuatro naranjos como plantados por Goethe que hace siglos que están buscando la verdad de Sevilla: luz, más luz.

 

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