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El Mundo de
Andalucía, miércoles 16 de junio de 1999
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La Niña de la Puebla ha muerto |
Cuando
murió El Niño Gloria, que había sido el emperador de los cuartos del cante de La
Vinícola, le dejó a su hijo por toda herencia la cajita de cartón con la que se buscaba
la vida vendiendo chicle y tabaco en la Alameda de Hércules. Manuel Vallejo, el que
tenía la afillada voz de seise, se murió solo y pobre en una sala de beneficencia del
Hospital Central, donde hoy el Parlamento Andaluz conoce cada 28 de febrero los honores y
glorias concedidos a los flamencos. A Vallejo le hicieron un entierro de tercera, al que
se cuenta que sólo fue el cura del hospital y el monaguillo.
Suenan ahora los campanilleros por los campos de mi Andalucía. Es una
voz con gafas de sol, voz de pizarra antigua de placa del programa del oyente. Y nos dicen
que La Niña de la Puebla ha muerto. Mientras unos la proclaman la reina del cante
antiguo, otros dicen que fue la más grande cantaora de todos los tiempos. Qué extraño
arte funerario el que dedican últimamente a los mismos artistas flamencos que
despreciaron cuando estaban vivos... En España el mejor cantaor heterodoxo es el cantaor
heterodoxo muerto. Sólo con la muerte se libran algunos cantaores del estigma con que en
vida los condenaron los puristas, los flamencólogos profesionales, los pontífices de los
sombrajos del poder puesto con los cuatro palos del cante. Pasó con el pobre Bambino y ha
vuelto a pasar con Dolores Giménez Alcántara. A Bambino, en vida, lo despreciaron como
rumbero, aun habiendo inventado lo que luego alimentó a Cataluña entera, a Los del Río
e incluso a los de la Confederación Hidrográfica. Le negaban todo a Bambino, hasta las
raíces de la gracia de Utrera, porque cantando se quitaba la chaqueta y se la echaba al
hombro. Ahora, hijo, que murió Bambino, y no veas cómo los mismos que lo despreciaban
decían gloria bendita por esa boca...
Veo que ahora con La Niña de la Puebla pasa igual. En La Puebla sólo
estaba Menese. Y no admitían a más Niña que a la de Los Peines. Las demás niñas, a la
miguilla de la ópera flamenca: La Niña de los Peines, y la Niña de Antequera. Era lo
que le gustaba a la gente, lo que sonaba por la radio, pero padecían la maldición de
tener que ir por las plazas de toros y por los cines de verano, haciendo bolos con el
Niño Marchena, que siendo Maestro de Maestros para algunos, para los pontífices al uso
no era admitido ni como discípulo del otro Niño al que nunca se le llamó Niño, sino
"don Antonio": del Niño Mairena.
En materia de purismos del cante, siempre digo lo mismo:
-- A ver, dime un cante de Mairena.
Y nadie se sabe ninguno... En cambio digo:
--- A ver, dime un cante de Marchena...
Siete. Los cuatro muleros que van al río para ver florecer un jardín
sonriente con una tranquila fuente. Eso en materia de Niños. Que en cuestión de Niñas,
lo mismo:
-- Dime un cante de La Niña de los Peines...
Ni uno. Y luego:
-- Dime un cante de La Niña de la Puebla...
Y empieza a sonar el rasgueo de la cuchara sobre la botella de
aguardiente, porque por los campos de mi Andalucía, los campanilleros, por la madrugá,
me despiertan con sus campanillas, y con la guitarra de estos elogios fúnebres desmedidos
a quienes todo se les negó en vida, me hacen llorar.
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Sevilla, España.
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