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unos versos de Góngora que solía citar el poeta Mariano Roldán,
¿verdad,
Manolo Mantero, si es que todavía
estás por aquí y lees esto en tu Sevilla? Antes de requebrar con
un piropo a una buena moza, o tras haberle dirigido el madrigal
de urgencia, el poeta cordobés, comiéndose con los ojos a tan
hermosa hembra, remitía a su paisano Góngora como cita de
autoridad:
- El discreto y dulce
- oficio de mirar...
Que es el mismo discreto y dulce oficio por el
que Bécquer, en su oficina de cambios líricos, daba un cielo por
una mirada. En el expresivo sistema gramatical del habla
andaluza, que aplica la ternura del diminutivo hasta a algo tan
árido como un gerundio, la mirada también lo tiene: miraíta. La
miraíta es la acción y efecto de otra voz andaluza, que dicen
gaditana o que reclaman malagueña: el liquindoi. Malagueño o
gaditano, igual da, el liquindoi es portuario, de aquella
Andalucía que se buscaba la vida en el muelle. El liquindoi es
la traducción del inglés "look and do it", estar atento con la
mirada para hacer algo. Con la miraíta, vamos. Estar al
liquindoi es lo que hace otro personaje andaluz de los muelles,
el guachimán. El guachimán es la traducción portuaria del "watching
man", del hombre que estaba de vigilancia para que no apañaran o
mariscaran los géneros que los cargadores estaban estibando en
el cubertaje. El guachimán era un profesional del liquindoi de
la miraíta. Incluso apocopado guachi. El guachi y el pimpi eran
en el muelle como el ratón y el gato: el guachi tenía que estar
al liquindoi para que el pimpi no aprovechara una ausencia de su
miraíta y arramplara con una caja de naranjas que estaban
cargando para Inglaterra.
Todos los andaluces somos, en cierto modo,
guachimanes. Nos encanta estar al liquindoi de lo que pasa por
la calle. Sobro todo cuando se encuentra ese velador de una
terraza del que alguien dice:
--- Esto es un coche parao...
Nos prestamos miraítas, improvisamos
guachimanes. Estamos en la cola de la caja del hipermercado con
el carrito y nos acordamos que se nos olvidó comprar la leche. Y
le decimos al vecino de cola:
-- ¿Le importa echar una miraíta?
En el discreto y dulce, gongorino oficio de
mirar, nada nos gusta más que ver cómo trabajan los demás. Zanja
que se abre en la calle es cuatro tíos que se paran al momento,
a ver cómo trabajan. Las mallas con que ahora cierran las obras
callejeras tienen mucho de verjas del zoo, donde unos
desocupados invierten sus horas en la dulce contemplación de
cómo los otros están trabajando como bestias. Y como saben lo
que nos gusta mirar cómo trabajan los demás, hay quien ha
encontrado una fuente de financiación en la contemplación de las
obras de restauración de la iglesia del Salvador de Sevilla.
Allí mirar cómo trabajan no será gratuito, discreto, dulce
oficio. Será cuestión de la segunda modernización, pero en El
Salvador de Sevilla han inventado el liquindoi de peaje, la
miraíta de pago. Por entrar a ver cómo trabajan en las obras
cobrarán dos euros por barba. Quieren pagar parte del costo de
las obras con el peaje de la miraíta. Qué poco generosos. Por
eso, como guachimán del liquindoi y aficionado a la miraíta,
elogio aquí en tiempo y forma a Manuel Marchena, gerente de
Urbanismo de Sevilla. Sin salir del Salvador, puso la plaza
patas arribas de zanjas y de obras y podía uno allí hartarse de
mirar cómo currelaba la clase trabajadora sin pagar un solo
duro. De balde. El peaje del liquindoi en El Salvador es muy
peligroso. Se empieza por cobrar la miraíta y se acaba cobrando
el aire que respiramos.