LAS
CIUDADES YA NO
tienen cronistas oficiales, aquellos viejos periodistas de capa
española y estilográfica de tinta Parker o Pelikan que escribían
sus cuartillas de papel posteta para el periódico local en el mármol
de los veladores de algún café de verdones de agua y sillones de
roja gutapercha. Las ciudades tienen cronistas reales, que hacen cada
día la literatura de su vida en las columnas de los periódicos, en
los programas de la radio, incluso paseando a lo largo del camino de
las viejas, queridas calles, la cámara con escasos recursos de una
televisión local. La crónica oficial antañona, sin el menor
interés, la escribía un señor particular, cargado de medallas y
honores, y esta crónica real de nuestros días es una escritura
colectiva, tan llena de vida como la sociedad que la produce y se
refleja en ella.
Con los eruditos locales
pasa lo mismo. Me da una pereza enorme levantarme hasta donde tengo el
Diccionario de Citas. Si fuera más diligente y llegara hasta donde
está ese libro, pondría aquí con sus pelos y señales esa frase que
usted también recuerda haber leído tantas veces, e incluso su autor:
eso de que la gran Historia no es otra cosa que la suma de muchas
pequeñas historias locales, como la gran crónica de un tiempo es la
suma de muchas pequeñas crónicas de esperanzas, de ternuras, de
frustraciones, de ilusiones que marcan la mentalidad de una hora. No
sé cómo se podrá estar escribiendo la gran Historia, si están
desapareciendo los eruditos locales. Había quien les tenía manía,
pero a mí me daban mucha ternura. En una España medio analfabeta y
bastante iletrada, eran la pequeña clase ilustrada de los pueblos. El
erudito local era un médico humanista, un abogado leído, un notario
con aficiones a la Historia, quizá un cura que vino de Dios sabe
dónde y acabó enraizando entre las paredes de aquel templo barroco o
románico, junto a aquellas piedras del castillo, a la orilla de aquel
río. Cierto que el erudito local no tenía el menor rigor
historiográfico, ¿pero dónde me dejan el apasionamiento que ponía
en sus escritos, en el rito anual del artículo que escribía todos
los años en la revista de ferias del pueblo, en la publicación que
hacían las cofradías de la Semana Santa? El erudito local, en el
mejor de los casos, estaba a la altura de la historia del Padre
Mariana, no sabía ni que existía Arnold Hauser. Tenía una
concepción de la historia como gesta de héroes, no como crónica de
pueblos y de sociedades, de culturas y civilizaciones. Todo el
interés del erudito local era llevar las grandezas del mundo a su
patria chica, fuera de nación, fuera de adopción. ¿Que caía en sus
manos un libro de don Ramón Menéndez Pidal? Pues ya se las ingeniaba
el erudito local para encontrar en el Poema del Cid un verso que
demostrara que Rodrigo Díaz de Vivar no solamente estuvo en el pueblo
en su camino hacia Valencia, sino que oró ante la imagen de la
Patrona. ¿Que encontraba por azar o le prestaban una crónica del
reinado de Felipe II? Pues de allí sacaba argumentos más que
suficientes para decir que Arias Montano lo había llevado a
presenciar un paisaje del pueblo, donde en un tris estuvo de ser
levantado El Escorial... Ni que decir tiene que si no hubiera sido por
el pueblo, nunca se habría producido el matrimonio de los Reyes
Católicos. Era una maravilla la historia tan lírica que inventaban
los eruditos locales...
Para el erudito local,
Roma pasaba siempre por el pueblo, Grecia no era posible sin el
pueblo. La batalla más importante entre romanos y cartagineses se
había dado siempre entre las breñas y peñascales del término
municipal. Recuerdo a un erudito local que me llevaba por caminos que
siempre eran, naturalmente, calzadas romanas auténticas y verdaderas,
me señalaba el más alto pico de una sierra y me decía con orgullo:
-- ¿Tú ves esas lomas?
Pues ahí fue precisamente donde Escipìón perdió su poder...
Y lo decía con tal
convencimiento y con tanta emoción, que ¿cómo iba uno a atreverse a
romper la hermosura de sus leyendas, que eran casi una fe en la
importancia del pueblo? Nada digo de la Reconquista, en la que cada
pueblo historiado por un erudito local por el plan antiguo fue el
realmente decisivo. Igual que los Estados Unidos están llenos de
camas donde durmió Washington, España estaba llena de verdaderas
ubicaciones falsas de la batalla de la Janda, de iglesias donde había
orado el emperador Carlos I, de castillos de Alhaken II. Toda piedra
era romana, toda muralla era del tiempo de los moros, toda iglesia era
poco menos que de Juan de Oviedo o de Herrera, todo cáliz parroquial
era de plata traída de las Indias por un descubridor hijo del
pueblo... Quijotes de las grandezas locales, se inventaban orígenes
iberos o celtas, hacían dólmenes del muro ciclópeo de una cerca de
pizarra hacha por portugueses a comienzos de este siglo.
Los eruditos locales, ay, han sido
sustituidos por los historiadores. Cada pueblo tiene ya su historia
local, tan científica como exenta de la belleza de las leyendas.
Todos los antiguos eruditos locales son ahora licenciados en Historia,
profesores del Instituto, celosos del estudio de las fuentes
primarias, y han comenzado revisando y refutando muy científicamente,
con toda suerte de notas a pie de páginas y citas, cuanto de las
grandezas del pueblo escribieron don Marciano el boticario, don
Ezequiel el cura, don Plácido el médico, aquellos amantes de sus
patrias chicas que iban por el campo encontrando una punta de flecha
del Neolítico en cada guijarro y un tesoro oculto de la Flota de la
Carrera de Indias en cada alcarraza hallada en un soberado. Hemos
ganado en rigor cuanto hemos perdido en belleza. Sé que así se
escribe la Historia. Pero los eruditos locales la escribían con más
poesía que los profesores de Historia del Instituto...