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Entre
la iniciativa pública y la privada, se ha restaurado y
rehabilitando medio casco antiguo. Le toca ahora al
desamortizado convento y antiguo cuartel que conocemos como
Patio de San Laureano: la cara que el interesante barrio de
Los Humeros da a la Puerta Real y a la calle Alfonso XII.
Restauran San Laureano y, allí, el murete que va desde la
Capilla de las Mercedes de la Puerta Real a la esquina de
Alfonso XII con Marqués de Paradas. Al final de ese murete hay
una piedra que muchos no conocerán en su belleza legendaria y
que gracias a Dios va a seguir en su sitio por mucho tiempo.
Es La Piedra Llorosa. En «Tradiciones y leyendas de Sevilla»
del benemérito divulgador José María de Mena pueden leer el
hermoso relato que resumo. En 1857, reinado de Isabel II y
gobierno de Narváez, primera guerra carlista, motines y
cuartelazos, un grupo de jóvenes, utópicos liberales
sevillanos, capitaneados por el coronel retirado Joaquín Serra
y dirigidos por Cayetano Morales y por Manuel Caro decidieron
alzarse en armas. Organizaron una partida fulastrona, que el
29 de junio se echó al monte camino de Ronda, cometiendo
diversas tropelías en El Arahal y otros pueblos. En Benaoján
los alcanzaron las tropas de los regimientos de Albuera y de
Alcántara. Los utópicos sublevados apenas dispararon un tiro,
mientras las tropas les hicieron 25 muertos en las primeras
descargas, y prisioneros a todos los supervivientes. El lance
costó el cargo al gobernador y al capitán general. Madrid
envió con plenos poderes, civil y militar, a un duro
comisionado de Narváez, don Manuel Lassala y Solera, quien sin
que le temblara la mano mandó fusilar a los 82 detenidos,
presos en el cuartel de San Laureano. El alcalde García de
Vinuesa pidió en vano su indulto. Llegada la mañana del 11 de
julio, fueron sacados de San Laureano y llevados a la Plaza de
Armas del Campo de Marte para ser fusilados. La misma Sevilla
novelera que acudía a la plaza de San Francisco a los autos de
fe llenó las afueras de la Puerta de Triana para ver el
fusilamiento. Sacerdotes y hermanos de la Caridad ayudaban a
bien morir a los muchachos, que no acababan de creerse que
aquellos soldados los fusilarían.
Terrible Sevilla. Terrible España. En aquel espanto llegó el
alcalde García de Vinuesa con dos alguaciles, en un último e
inútil intento de salvarlos. Redoble de tambores. Suena la
descarga del piquete de ejecución. Disparos de muerte. Y más
horror: unas balas perdidas rebotan y matan a dos zagalones
que han subido a un árbol a contemplar la macabra escena.
García de Vinuesa, entonces, se fue hacia la Puerta Real.
Desolado. Derrotado. En una esquina halló una piedra. Se sentó
en ella. Todo un hombre, alcalde de la cruel ciudad, rompió en
llanto. Sobre aquella piedra, García de Vinuesa lloró la
muerte de aquellos sevillanos fusilados. Los alguaciles que lo
acompañaban lo oyeron lamentarse una y otra vez, pañuelo en
mano:
-¡Pobre ciudad, pobre ciudad!
En Los Humeros, desde entonces, a aquel sillar de las
afirmaciones y lágrimas de García de Vinuesa llamaron La
Piedra Llorosa. Como una reliquia se ha conservado a lo largo
del tiempo. Afortunadamente, la Piedra Llorosa se va a salvar
de la restauración en curso, y me aseguran que quedará
destacada con todo honor. Perpetuará la leyenda un mármol
divulgativo, que está pidiendo la pluma del mitógrafo
hispalense Manuel Grosso. Menos mal que no todo se pierde en
esta Sevilla. La Piedra Llorosa será norte de la Historia de
cara al poniente del atardecer. Para que hechos como los de su
trágica leyenda no se repitan en esta pobre ciudad, pobre
ciudad, pobre ciudad...
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