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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Un Escorial en la marisma

No iban los celebrantes revestidos con ternos negros de oros recamados, sacados de vitrinas de tesoros del monasterio de San Lorenzo. Eran llanas casullas de curas de pueblo, de misa de romeros o de celebración al alba en el camino, ante el Simpecado. No estaban las armas reales sobre un negro catafalco como de soneto cervantino. Era la bandera de España que cubría el cuerpo muerto de la que tanta vida y con tal alegre, sencilla majestad pasó entre estas gentes, en este pueblo. Doña Esperanza de Borbón, como buena rociera, como buena andaluza, nunca supo bien si Villamanrique era antesala del Rocío o antecámara de la misma gloria bajada a la marisma. Esta iglesia de Villamanrique de la Condesa donde ahora están enterrando a una época de la Familia Real y a una Infanta de España y Princesa del Brasil no tiene herrerianas piedras ilustres, pero sí la suprema sencillez de la cal. Este aire, tan auténtico, tan de pueblo, que entra por las abiertas puertas parroquiales, viene de los pagos que la amazona Doña Esperanza repicó a caballo, que ahora suenan como una oración fúnebre en su memoria: Gato, Hato Ratón, Raya Real, Camino de los Llanos.

No pudo tener nunca mejor Escorial una Infanta de España para su entierro que esta Andalucía manriqueña y rociera de Doña Esperanza. Sólo aquí puede lograrse algo tan difícil como la sencilla solemnidad o la solemne sencillez. Entierran al mundo regio de Doña Esperanza en el mundo andaluz de Doña Esperanza. El seguro azar de la Historia ha levantado en esta sencillez de cal y almagra, de Simpecado y medalla, un Escorial en la marisma. En este mundo de sillas vaqueras, de saca de yeguas, de cancelines y becerras, de monterías regias, de coronaciones de Vírgenes, se entierra hoy el mundo de la Princesa del Pueblo, que es el mundo de la Condesa de París, del Infante Don Carlos, de la Infanta Doña María Luisa, el mundo tan refinadamente Orleáns, pero tan popular a un tiempo, del Duque de Montpensier.

La traen a enterrar a este su Escorial con azulejos. Y se conjugan extraños ritos. El ceremonial de Corte con los ritos funerarios de la Hermandad de la Santa Caridad. Isabel II con Miguel de Mañara. Vienen las hopas azules de los hermanos de la Caridad con su cera ardiente tras el corazón entre llamas del Venerable. Y junto a ellos, los soldaditos como de plomo, de cuarto de muñecas de las infantitas, de la Guardia del Rey que llevan la caja. Azules de un cuadro de Valdés Leal las hopas; azules de un cuadro de Sotomayor las guerreras. Si sabrán de realezas estos pueblos, que a la Virgen del Rocío la proclaman Reina de las Marismas. A Doña Esperanza van a enterrarla en el Panteón de Infantas del Escorial de esta Reina, de la Reina de las Marismas. A cuya Corte de arenales y coplas llegaba cada primavera con el manto imperial de un traje de volantes, siempre al lado de Don Pedro, que tremolaba al estribo de su caballo la más victoriosa bandera que emperador alguno enarboló nunca: el rojo guión del Rocío de Villamanrique.

Y suena fuera la música militar, los toques de ordenanza que de niña Doña Esperanza conocía como la exactitud de un reloj inglés en los salones de La Gavidia, donde su padre el Infante Don Carlos era capitán general de la Andalucía. Marcha de Infantes. Y suena ahora «Amargura». Quiero decir que suena la Sevilla de la cripta de Pasión, pudridero real de negro ruán para Don Carlos, Doña Luisa y aquel Infante Don Carlitos muerto en el frente defendiendo esta bandera de la Monarquía que ahora cubre para siempre el cuerpo de la última de los Borbón y Orleáns. Alzan ahora el Cuerpo del Hijo de la Virgen del Rocío en la sencilla solemnidad de la misa. Y una gaita y un tamboril manriqueños tocan la Marcha Real. Ni el más refinado órgano regio del Escorial podía darle al repeluco de la Marcha Real más emoción que este tamboril de su Rocío que despide a una Infanta de España, Princesa de los amores de ese Brasil azul y lejano de los perdidos ojos de Don Pedro de Orleáns y Braganza.



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