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La
que se está perdiendo Pérez Lugín. La que se está perdiendo
Blasco Ibáñez. Ni en «Currito de la Cruz» ni en «Sangre y
arena», por inmensa y desbordada que fuese la capacidad
fabuladora de los clásicos de la novela taurina, pudieron
imaginar la escena. El viejo torero que en la tarde de agosto,
rodeado de la cuadrilla de su mujer y sus hijos, se acerca a
la barrera definitiva para devolver los trastos de vivir tras
una lidia impecable y perfecta, y dice:
- Me voy con Sor Ángela de la Cruz a ver los toros.
Muerte en la tarde taurina tan literaria no pudo imaginarla
nunca Hemingway. Sánchez del Arco, el olvidado y despreciado
Manolito Sánchez del Arco, el que plantó en Madrid su
seudónimo de «Giraldillo», quizá hubiera sido de los poquitos
que acertaran a verlo. Hay tanta Sevilla en esas últimas
palabras, son tan nuestras, que nosotros podemos
comprenderlas, pero los de fuera no se enteran ni con
traducción simultánea.
Los personajes lorquianos, cartón piedra, iban a Sevilla con
una vara de mimbre a ver los toros. Los personajes verdaderos
de la Andalucía jonda van a la Sevilla definitiva a ver los
toros vestidos de nazarenos de San Bernardo. A su sitio de
siempre. Si cada sevillano, en la plaza de la vida, tiene su
sitio, ni más ni menos que el que le corresponde, en la plaza
de la muerte debe de ser algo por el estilo. Cuando Juan
Belmonte se pegó un tiro en Gómez Cardeña, llevaba en el
bolsillo la localidad para irse a ver los toros con Sor Angela:
era su papeleta de sitio como maniguetero del palio de la
Virgen del Patrocinio. Cuando este nazareno de San Bernardo se
ha ido a ver los toros con Sor Angela, llevaba en el bolsillo
su abono de allí arriba. Yo se lo vi sacar una noche de Jueves
Santo, en San Lorenzo, donde está la Contaduría de la Gloria,
donde van los buenos sevillanos a pedirle un cielo, como si
fuera un sol alto o una preferencia de sombra, al Divino
Taquillero que no deja sin localidad a nadie que se la
implora. Allí, en las horas que esperan tambores de Centuria,
yo he visto partir hacia las murallas de la Macarena a la
legacía de hermanos del Señor de Sevilla, para cumplir con el
ceremonial de la venia, en la Concordia con la Hermandad de la
Esperanza. Son cinco nazarenos negros de ruán que atraviesan
el bullicio de terciopelo verde y plumas blancas de la calle
San Luis y entran en la basílica. Uno de esos nazarenos del
Señor solía ser éste que ahora está en la puerta de cuadrillas
del Ayuntamiento, liado en su capote de la túnica de San
Bernardo, dispuesto para el último paseíllo.
El año del centenario de la Concordia, este nazareno del Señor
fue uno de los que formaron la representación del Gran Poder
en la Cofradía de la Macarena. Ruán negro entre capirotes
verdes. Dos Sevillas verdaderas, una única ciudad. Este
nazareno del Señor es indolente como buen sevillano. Y como
sus vestidos de torear, tiene golpes. Buenos golpes de gracia.
Nunca olvidará la grandeza de sentirse heraldo y embajador de
una Sevilla ante la otra, con cinturón de esparto en la
Concordia macarena. Y como tiene golpes, nunca olvidará la
gracia de su Sevilla. La que oyó de aquella muchacha, en la
bulla del palio de la Madre de Dios: «Niña, ponte junto a
estos nazarenos negros, que como son de silencio no te pegan
pellizcos en el...»
Era un nazareno de Sevilla. Un señor torero de Sevilla,
nazareno de un Señor que también echa su patalante, de poder a
poder, con Gran Poder, para cargar con la Cruz de Sor Angela.
Ese nazareno del Señor ya está con Sor Angela viendo los toros
en el burladero de la Empresa del Gran Poder, al lado de los
Ríos Mozo, del Potra y del Padre Leonardo. Si está también Sor
Angela es porque Manolo Vázquez sabe que las mujeres ya pueden
entrar al callejón.
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