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Hay
que desear a los buenos amigos: «A la hora de la muerte, Dios
te libre de una noticia de agencia». A Antoñita Colomé la han
presentado poco menos que como una Victoria Kent o una
Margarita Nelken del cine. Por la noticia de agencia: «Fallece
la estrella del cine de la República, Antoñita Colomé».
Trianera, republicana y estrella... ¡Vamos, como el falso mito
de La Valiente! No habrán sabido quién era esta estrella
trianera de nuestro Hollywood quienes hayan leído el enunciado
de esa caricatura tricolor republicana que le han puesto a la
que no tuvo que ver más que con el arte, que ni fue
republicana ni fue franquista. ¿Qué son ocho años de República
en la vida de una artista que ha muerto a los 93?
Una guerra que no era la suya le cogió en 1936 en Barcelona,
pero se fue a París, con Edgar Neville. Y hasta que los
españoles dejaron de matarse, no volvió. No estaba ni con los
rojos ni con los nacionales. Estaba con la vida. Y aquí el
trianero viejo me corta, y me dice:
-Eso de la estrella del cine de la República está bien, pero
no han rematado la frase: era la estrella del cine de la
República...de Triana.
Triana es una patria, una religión, una ideología, y todas las
profesaba Antoñita Colomé. Era una moderna de Triana. En la
Triana del primer tercio del siglo XX todas las niñas querían
ser artistas. Y muchas lo fueron. Los pianillos sonaban en
calles de corrales, Fabié, Rodrigo de Triana, y de los patios
salían las niñas bailando y cantando. Salía Paquita Rico,
salía Gracia de Triana. Hasta las de Burguillos, como Marifé,
acababan saliendo de Triana. Como todas las niñas de Triana
que querían ser artistas, Antoñita se tuvo que ir lejos. Al
ancho mundo de París, de Benito Perojo, de Edgar Neville, de
los Madriles. Del pianillo al acordeón. De las sevillanas al
charlestón. Una moderna que hablaba tres idiomas, que corrió
el mundo del que alardeaba Imperio Argentina, pero de verdad.
Demasiado moderna para quedarse en Triana. Son los milagros de
los sombrereros sevillanos. De una sombrerería de Sevilla
surgió la ganadería de Miura. De una sombrerería de la calle
Pureza, la de Ricardo Colomé, surgió una estrella. En las
sombrererías de Sevilla nacían los mitos de los toros y nacían
estas Venus de bolsillo, pequeñitas, la modernidad subida en
unos tacones, gastando los espejos de tanto pintarse, sin
abandonar por ello un cierto feminismo militante, sufragista
de las pantallas.
Antoñita Colomé, ciudadana del mundo, volvía a Triana en los
rollos de sus películas. Volvía a la pantalla del Cine Rocío,
del Alfarería. Con aquellas películas que los cines de verano
ponían un año tras otro: «El crimen de Pepe Conde», «El negro
que tenía el alma blanca». Los murguistas de Triana fueron a
ver la película de Antoñita Colomé y del negro Marino Barreto,
y Manolín y Escalera cantaron aquella Velá el equívoco de la
duda de media Triana. Creían los murguistas que el alma del
negro era el ya me entiendes, que lo tenía blanco. Y la copla
terminaba con dos chicas saliendo del cine decepcionadas,
diciendo: «Esta cinta es un camelo,/pero yo en mi duda
insisto:/sí que la tendrá muy blanca,/pero yo no se la he
visto». Triana pura para Alberto Insúa.
Murga aparte y almas de negros aparte, tanto éxito popular
tuvo Antoñita Colomé que las sevillanas se arreglaban como
ella. El tranvía de la Ronda iba lleno de sevillanas peinadas
como Antoñita Colomé, pintadas como ella: las ondas, las
sombras en los ojos, las depiladas cejas, la cinturita, los
taconazos. Con Antoñita han muerto de nuevo todas aquellas
trianeras modernas que soñaban amores imposibles en el
tranvía. No tricolor. Con el sepia color de la nostalgia.
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