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Paso
por la calle Asunción, esquina a Virgen de Luján, junto a
los escaparates de Nova Roma que pronto tendrán la tradición
de los huesos de santo. Y en esa misma esquina, el recuerdo
de la Perfumería Recio. Sí, recuerdo. Digo bien. No se me ha
trastabillado el reloj de las nostalgias. Los escaparates de
la perfumería de toda la vida de Los Remedios yacen en la
mortaja de unos paneles de madera que tapan sus cristales.
Con razón antier, cuando pasé por Velázquez, vi que tenía en
los escaparates la muerte anunciada de la liquidación por
cierre la otra tienda de Recio, la que se trasladó allí
desde Tetuán, la que estuvo junto al Pasaje del Ateneo. Ay,
la Hermandad del Gran Poder va a tener que nombrar hermano
de honor al comercio tradicional. Tiene la misma advocación
que su Virgen: mayor dolor y traspaso.
-¿Mayor dolor? Pues menudos saltos están pegando algunos con
los traspasos que se están pagando en el centro...
Cuando llegó el Cortinglés, los comerciantes temían que
acabara con sus negocios. No fue así. Al Cortinglés se debe
en buena parte la revitalización de Tetuán y Velázquez,
camino obligado desde los autobuses de la Plaza Nueva al
Duque. El Cortinglés no acabó con el comercio tradicional.
No echaba a nadie de su sitio, no lo tentaba con millones.
Las que están acabando con el comercio tradicional son las
poderosas firmas multinacionales, las franquicias, las
grandes cadenas de ropa, de calzado, de moda, que quieren
estar en el mejor cahíz comercial al precio que sea. El
Cortinglés no sedujo con traspasos millonarios a nadie.
Estos nuevos comercios emergentes y dinámicos, bien
capitalizados, sí. Ahí tienen como muestra el botón de una
guayabera que ya no vemos en los escaparates de Idígoras,
tapados con papeles tras el mayor dolor que nos produce su
traspaso en la memoria de Sevilla.
De Asunción a Velázquez, la recia realidad de Recio me hace
pensar en este cambio, tomando el ejemplo de las
perfumerías. No queda una sola de las tradicionales. Nada
digo de La Casa de las Esencias de Juanito, en El Salvador
esquina al callejón de Oropesa, perfumería que era como un
frasquito de sí misma, un algodoncito empapado en fragancias
de nuestras madres. Me voy a la Cerrajería y echo en falta
la Perfumería Andalucía, los escaparates separados por la
columna con capitel de la moña que evocaba los antiguos
soportales comerciales, con su delicadeza de cajoncitos de
madera, de frascos con sedosas borlas pulverizadoras de
muestras. Vuelvo a Velázquez, esquina a O´Donnell y al
Labradores, y no están las alfombras de Iñiguez, ahora en un
polígono, pero tampoco la perfumería Madigoa, con sus
dependientes de toda la vida, que veían entrar a la clienta
de siempre y ya sabían qué perfume, qué colonia, qué crema
de manos, qué abeñula, qué barra de labios tenían que
sacarle.
Y por toda Sevilla, en las galerías de las grandes
superficies, en las millas de oro y en las leguas de plata,
veo los rótulos de las nuevas grandes cadenas de
perfumerías. Una tiene nombre de avión antiguo de una Iberia
de oficinas en Almirante Lobo, autobús de dos pisos y
aeródromo de San Pablo con palmeras: se llama Douglas. Los
Douglas de azul fuselaje en sus bolsas de compras
bombardearon el mapa de las perfumerías tradicionales. La
otra cadena tiene lírico nombre: Aromas. Sevilla se ha
llenado de perfumes y fragancias de Aromas. Pero nos falta
el perfume, la fragancia desaparecida. El delicado perfume
intimista de una buena farina de granel, despachada por el
dependiente de toda la vida junto la columna de capitel de
la moña de un antiguo soportal. Será que como se retiró el
que destapaba el frasco de las esencias, sobran las
perfumerías de arte, chirrín, chirrán.
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