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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Los magnolios de Nueva Orleans

ASÍ vi a un piquete de brigadistas de la caña de azúcar, cuando la gran zafra, la mañana que llegué al aeropuerto de Rancho Boyeros y La Habana me recibió con el perfume de mujer de su olor a humedad de palma y manigua que aún trasmina el recuerdo del amanecer. Iban los compañeretes en la batea de un camión, camino de un paisaje de carga de mambises y bohíos que había visto en los cuadros de los corredores de muchas casas gaditanas. Así, en el mismo trópico de humedades virginales, he visto ahora otro camión, en cuya batea va el presidente de los Estados Unidos. Pasa el camión de Bush por las calles arriadas, y en su camino quiere borrar el azulejo como de esquina del Barrio Francés que en la opinión mundial señala: «Hasta aquí llegó el agua de la incompetencia del todopoderoso gobierno de los Estados Unidos».

Bush ya tiene su azulejo de riada, como tantas ciudades ribereñas del Guadalquivir. Guadalquivir o Misisipí, ¿qué más da, si todos los ríos son el río y todas las riadas son la riada, terrible, que avanzaba como un monstruo nocturno, como un animal prehistórico y silencioso, en la oscuridad de las páginas de «Ocnos»? Igual que aquel «Misisipí Blossom», el barco de ruedas que me llevó por el ancho río cuando estuve, niña, en Nueva Orleáns, también en este Guadalquivir de inundaciones como castigos navegaban otros vapores con orondas norias de paletas, el «San Telmo», el «Bajo de Guía».

Por eso, a ese mismo camión en cuya batea, derramando estelas de agua por las aceras, va el presidente Bush, lo he visto yo por Sevilla, cuando el Tamarguillo se salió de madre. Las viejas ciudades ribereñas están acostumbradas a estos azotes. Hubo un tiempo que en Sevilla los años se contaban por riadas: la riá del Tamarguillo, la riá del 47. Vino una vez un ministro de Jornada, como ahora Bush en la batea del camión, para quitar penas a los arriados. Unos prohombres quisieron enseñarle males anteriores, que podrían solucionarse con las ayudas a los damnificados. Pero el ministro, dándose mucha importancia y mucha prisa, les dijo que no podía atenderles, que tenía que volverse a Madrid en el exprés. La indolencia de todos los Sures que inundan los anchos y lentos ríos no se inmutó. El alcalde, Duque de Alcalá, le dijo al Bush de turno:

-No se preocupe usted, señor ministro: lo dejamos para otra riá...

Bush quizá no tenga otra riá en que solucionar la desolación que le muestran, mientras recorre la ciudad sobre la batea del camión. Terrible carroza carnavalesca de Mardi Grass, la batea del camión de Bush: cómo se menea el Bush en la batea. ¿Hasta dónde ha llegado la riada del Misisipí? Por lo menos hasta el Potomac. El despacho oval creo que está completamente arriado, a cubos tienen que sacar el agua. Bush no tiene, como Cádiz en 1755, al cura de la Viña, que sacó el estandarte de la Virgen de la Palma y aún lo recuerda el dicho: «Hasta aquí llegó el agua, dijo el cura de la Palma».

El agua de Nueva Orleáns ha llegado... Pues se lo voy a decir a ustedes: exactamente hasta la nostalgia de los magnolios en flor. Cada ciudad tiene su flor, su árbol. De Nueva Orleáns, donde hay tanta poesía que se levantan monumentos a los generales derrotados en las guerras, a todos nos queda el recuerdo de aquellos magnolios, lustrosos, monumentales, como virreyes. Pienso en ellos cuando la batea de Bush, cómo se menea, pasa junto a una casa destruida, en cuya fachada pone ese letrero, que así se llama todo un barrio: «Magnolia». Sabemos que almas con corazón, tras enterrar a los muertos, han rescatado a los perros y gatos que permanecían junto a ellos, fielmente, en las casas donde sus dueños murieron. Nadie nos dice qué ha sido de los magnolios de Nueva Orleáns. Sé que resistirán. Nueva Orleáns tiene de nuevo que volver a ser una magnolia voluptuosa, flor carnívora que devora la vieja humedad del Trópico. Como una trompeta de Louis Armstrong hecha flor.



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