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ASÍ
vi a un piquete de brigadistas de la caña de azúcar, cuando
la gran zafra, la mañana que llegué al aeropuerto de Rancho
Boyeros y La Habana me recibió con el perfume de mujer de su
olor a humedad de palma y manigua que aún trasmina el
recuerdo del amanecer. Iban los compañeretes en la batea de
un camión, camino de un paisaje de carga de mambises y
bohíos que había visto en los cuadros de los corredores de
muchas casas gaditanas. Así, en el mismo trópico de
humedades virginales, he visto ahora otro camión, en cuya
batea va el presidente de los Estados Unidos. Pasa el camión
de Bush por las calles arriadas, y en su camino quiere
borrar el azulejo como de esquina del Barrio Francés que en
la opinión mundial señala: «Hasta aquí llegó el agua de la
incompetencia del todopoderoso gobierno de los Estados
Unidos».
Bush ya tiene su azulejo de riada, como tantas ciudades
ribereñas del Guadalquivir. Guadalquivir o Misisipí, ¿qué
más da, si todos los ríos son el río y todas las riadas son
la riada, terrible, que avanzaba como un monstruo nocturno,
como un animal prehistórico y silencioso, en la oscuridad de
las páginas de «Ocnos»? Igual que aquel «Misisipí Blossom»,
el barco de ruedas que me llevó por el ancho río cuando
estuve, niña, en Nueva Orleáns, también en este Guadalquivir
de inundaciones como castigos navegaban otros vapores con
orondas norias de paletas, el «San Telmo», el «Bajo de
Guía».
Por eso, a ese mismo camión en cuya batea, derramando
estelas de agua por las aceras, va el presidente Bush, lo he
visto yo por Sevilla, cuando el Tamarguillo se salió de
madre. Las viejas ciudades ribereñas están acostumbradas a
estos azotes. Hubo un tiempo que en Sevilla los años se
contaban por riadas: la riá del Tamarguillo, la riá del 47.
Vino una vez un ministro de Jornada, como ahora Bush en la
batea del camión, para quitar penas a los arriados. Unos
prohombres quisieron enseñarle males anteriores, que podrían
solucionarse con las ayudas a los damnificados. Pero el
ministro, dándose mucha importancia y mucha prisa, les dijo
que no podía atenderles, que tenía que volverse a Madrid en
el exprés. La indolencia de todos los Sures que inundan los
anchos y lentos ríos no se inmutó. El alcalde, Duque de
Alcalá, le dijo al Bush de turno:
-No se preocupe usted, señor ministro: lo dejamos para otra
riá...
Bush quizá no tenga otra riá en que solucionar la desolación
que le muestran, mientras recorre la ciudad sobre la batea
del camión. Terrible carroza carnavalesca de Mardi Grass, la
batea del camión de Bush: cómo se menea el Bush en la batea.
¿Hasta dónde ha llegado la riada del Misisipí? Por lo menos
hasta el Potomac. El despacho oval creo que está
completamente arriado, a cubos tienen que sacar el agua.
Bush no tiene, como Cádiz en 1755, al cura de la Viña, que
sacó el estandarte de la Virgen de la Palma y aún lo
recuerda el dicho: «Hasta aquí llegó el agua, dijo el cura
de la Palma».
El agua de Nueva Orleáns ha llegado... Pues se lo voy a
decir a ustedes: exactamente hasta la nostalgia de los
magnolios en flor. Cada ciudad tiene su flor, su árbol. De
Nueva Orleáns, donde hay tanta poesía que se levantan
monumentos a los generales derrotados en las guerras, a
todos nos queda el recuerdo de aquellos magnolios,
lustrosos, monumentales, como virreyes. Pienso en ellos
cuando la batea de Bush, cómo se menea, pasa junto a una
casa destruida, en cuya fachada pone ese letrero, que así se
llama todo un barrio: «Magnolia». Sabemos que almas con
corazón, tras enterrar a los muertos, han rescatado a los
perros y gatos que permanecían junto a ellos, fielmente, en
las casas donde sus dueños murieron. Nadie nos dice qué ha
sido de los magnolios de Nueva Orleáns. Sé que resistirán.
Nueva Orleáns tiene de nuevo que volver a ser una magnolia
voluptuosa, flor carnívora que devora la vieja humedad del
Trópico. Como una trompeta de Louis Armstrong hecha flor.
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