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Decía
Santiago Amón que el Concilio Vaticano II, antes de ponerse
a actualizar la Iglesia, le tenía que haber consultado a la
Unesco. Con el Concilio y la adopción litúrgica de las
llamadas lenguas vernáculas, desapareció el uso del latín,
que de lengua muerta pasó a lengua putrefacta. Y si la
Unesco no fue consultada para darle el canuto al latín,
tampoco pidieron la opinión de las academias de Bellas Artes
para el cambio del aliño indumentario de curas y monjas.
Sobre la supresión de las sotanas y tocas tenía que haber
opinado la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de
Hungría. Los pintores perdieron muchísimo. No es lo mismo
pintar un cura de sotana y teja de García Ramos pasando por
la capillita de la Puerta Jerez, que pintar un cura sin
siquiera cléryiman, en mangas de camisa, con un niqui del
montón de las rebajas de Carrefour. Y de las monjas, ídem de
lienzo al óleo. No es lo mismo pintar una escena
hospitalaria con tocas de monjas, con blancas, aladas,
extensas, protectoras, casi aeronáuticas tocas de monjas,
que con unas beatas que van vestidas con una falda ni corta
ni larga, sino todo lo contrario, destocadas y con un
peinado barra pelado con cuello rasurado tipo excursionista
del Imserso en Benidorm. Como decía El Beni, así no se puede
cantar saetas. Así no se puede pintar el cuadro de las
monjas, ni sacarlas en el cine, ni filmar la infancia de
Currito de la Cruz, ni nada.
A pesar de que no consultaron a la Academia de Bellas Artes
para quitarse las aladas tocas con las que parecía que iban
a levantar el vuelo hacia el cielo que se ganan día a día
con su entrega a los demás (a la parte más desvalida de los
demás), a las azules Hijas de la Caridad de San Vicente Paúl
les han dado el premio Príncipe de Asturias de la Concordia.
Traduzco: se lo han dado a las monjas del recuerdo sepia del
Hospital Central de las Cinco Llagas, en la Macarena; a las
monjas de aladas tocas que curaron a los heridos en la
explosión del polvorín del Cerro del Aguila, de la avioneta
de la Operación Clavel, del camión de rocieros que se cayó
por la Cuesta de las Doblas. Las beatas (eso, beatas es como
las llamamos siempre aquí), las beatas de San Vicente Paúl
sí que saben de eso que ahora se llama «ayuda humanitaria»,
qué cursilería. Las beatas de San Vicente Paúl, vestidas
como la monja de la botella del jerez quina o la del azul
paquete de algodón, sí que saben de hambres, de miserias, de
enfermos en los corrales, de muertecitos de hambre, de
tísicos en las chabolas de Villalatas. Ahora nos creemos que
aquella Sevilla de la miseria no existió, la ciudad con una
sanidad decimonónica en la sala del Cardenal del Hospital
Central, que parecía que iba a visitar de un momento a otro
Isabel II. Que le pregunten ahora mismo, hoy, a las
herederas de aquellas beatas, a las monjas de azul hábito de
San Vicente Paúl, en la Cruz Roja de Triana, en el Hospital
de San Lázaro, si existió o no aquella Sevilla donde ellas
quitaron tanto dolor, tanta hambre, tanta miseria y a las
que por cierto echaron del Hospital Virgen del Rocío como
una victoria de la libertad.
Las monjas de San Vicente Paúl, sin tanto cuento, sin
subvenciones ni monsergas «humanitarias», hicieron a lo
largo de la Historia siete mil millones de veces más bien a
la Humanidad que muchas ONG que presumen de beneficencia...
poniendo la mano del presupuesto y colocando paniaguados en
la oficina. Ya era hora que nos dejáramos de cuentos
progresistas y reconociéramos los valores de la solidaridad
en estas mujeres que, por amor de Dios (e incluso por
Trajano, camino de las miserias de las Lumbreras), no han
hecho más que dar lo que necesitaban a los olvidados. Pienso
ahora en el «pin» de esta ONG a lo divino. Isabel mi mujer
tiene uno. Es una medallita de la Milagrosa, atada a un
cordoncito de seda. Es el «pin» que las benditas activistas
de esta ONG les siguen poniendo en la muñeca a los que
entran en los quirófanos desde donde, aunque no las lleven,
sus aladas blancas tocas siguen levantando el vuelo para
ganarse el cielo cada día.
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