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EL
habla castiza de algunos veteranos y expertos taxistas de
Madrid sobrados de retranca es un homenaje al teatro de
Carlos Arniches. Su repertorio quedará ahora más enriquecido
y cercano. Recuerdo una mañana que el taxista que me había
tomado en Atocha iba Castellana arriba y, en un semáforo, el
coche rojo y deportivo que estaba al lado arrancó a mil por
hora, estruendo de escape y chirrido de neumáticos sobre el
asfalto, como una exhalación. Y en el continuo homenaje a
Arniches, el taxista exclamó:
-¿No te jode el Fittipaldi?
Los españoles nos habíamos quedado en Fittipaldi, porque no
conseguimos pronunciar Schumacher en esa fonética alemana
cuyos nombres chorrean consonantes sin vocales. Por eso ha
venido Fernando Alonso: para que, como los taxistas
arnichescos, todos los conductores lo tengamos fácil cuando
un cafre nos adelante por la derecha a 180 por hora:
-¿No te jode el Fernando Alonso?
El Jarama sonaba a batallita de la guerra y el circuito de
Pacheco en Jerez era como meter en boxes al Tío Pepe y al
toro de Osborne. No acabábamos de cogerle la medida española
a la Fórmula 1, hasta que ha llegado Fernando Alonso. Parece
escapado del guión del «Cuéntame», con el padre pasando
fatigas para ayudar la afición del niño y construyéndole un
kart con el motor de una vieja Guzzi y cuatro ruedas viejas.
La furgoneta de los Alonso camino de los circuitos de kart
es como el salón de los Alcántara sobre ruedas. La
reescritura de «Currito de la Cruz» con cuatro cilindros.
Los niños andaluces de la postguerra querían ser toreros
para sacar a su familia de las penurias y los niños
asturianos de la transición querían ser pilotos de Fórmula 1
para sacar al padre del empleíto en la fábrica de
explosivos. A la historia le ha faltado un Lapierre y un
Collins. Seguro que Fernando Alonso, durmiendo en la furgona
camino de Mora de Ebro (su primera victoria tuvo geografía
de guerra civil, su batalla del Ebro particular) le dijo a
su padre:
-Papá, o soy Fittipaldi un día, o llevarás luto por mí por
gestionar sin limpieza una chicane...
Fernando Alonso, modernidad y progreso, nos saca por fin de
la estética subdesarrollada de los deportes de la canción
del Cola Cao y nos mete en el mundo triunfal de los niños de
la LOGSE, que son la leche, la lecha Pascual. Ya no es el
ciclista el que se hace amo de la pista ni el boxeador el
que golpea que es un primor. Sino que, ¡toma ya, Ferrari!,
es Fernando Alonso el que les gana a los Raikonnen y a los
MacLaren, a todos esos nombres tan raros. La Fórmula 1 nos
parecía de países ricos, anglosajones, protestantes y de
patatas cocidas. Lo nuestro, a efectos de glorias deportivas
imperiales, era el ciclismo, más propio de países
medianitos, latinos, católicos y de patatas fritas. Eran
deportes baratitos. Cuando Santana ganó, España se llenó de
niños con una raqueta de plástico. Nosotros, antes, habíamos
convertido la bicicleta de aprobar bachillerato en el alado
pegaso en que Bahamontes, águila de Toledo, conquistaba los
Pirineos. Con Ángel Nieto los Reyes vinieron cargados de
motitos de mentirijillas. Ahora nos espera la alonsomanía
hasta en el lenguaje. El taxista arnichesco de Madrid lo
tomará como símbolo para insultar al chuleta del deportivo
rojo en el semáforo. España entera ha roto a hablar como
Flavio Briatore:
-Pepe, no apures la frenada...
-María, es que traía mal la trazada...
Los estoy viendo en la cola del híper. Todos en boxes con
nuestro llenísimo carrito, naturalmente que de Fórmula 1, y
esa María que dice:
-Pepe, corre, que parece que van a abrir aquella otra caja.
A ver si allí puedes coger la pole position...
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