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Rosa
G. Perea es una poeta sevillana, de las que reivindican a su
colega romántica Concepción de Estevarena, la del
desconocido y hermoso libro «Últimas Flores», que ha
rescatado Torremozas en edición de Luzmaría Jiménez Faro.
Concepción de Estevarena nació en 1854 en la calle Siete
Revueltas. Calle a la que como le faltan otras siete
revueltas para que sea soneto, la Estevarena se las puso en
forma de rimas, quizá becquerianas antes de Bécquer. Y
hablando de calles y de poetisas románticas sevillanas: no
es de recibo que la pesada de Antonia Díaz, cuyo mayor
mérito fue casarse con el entonces influyente y adinerado
Lamarque Novoa, tenga en El Arenal una calle que le tapa el
rótulo histórico a un nombre tan poético como Calle del
Áncora. En cambio, la Estevarena, arquetipo de poetisa
romántica, hasta con tisis, desgracia y ruina económica
familiar para no romper el tópico, no tiene en Sevilla ni un
callejoncito. Ya que no a su muerte en 1876, a ver si se la
dedican ahora, que los poetas se lo han pedido al alcalde.
Me encuentro en el barrio con Rosa G. Perea, la defensora de
Concepción Estevarena, y me dice que sale todas las tardes a
enamorarse de Sevilla. Traduzco su delicada poesía a la
prosa más prosaica: sale a pasear por Sevilla. ¡Cosas de
poetas! Nosotros salimos por Sevilla a mosquearnos, a
lamentarnos de lo sucia que está, con las fachadas
pintarraqueadas y los rincones meados. Los poetas, como todo
lo subliman, salen a enamorarse de Sevilla.
Me encantaría ser poeta. Pasear por Sevilla y enamorarme de
la ciudad en vez de cabrearme, pero paseo por Sevilla, como
hice ayer tarde, a la hora de los vencejos y de los poetas,
en la segunda floración de la jacaranda, y en vez de
enamorarme de la ciudad me dan ganas de tomar clases de
sevillanas; de aprender bailes de salón; de acudir a la
consulta de un psicólogo argentino; de apuntarme en los
cursos de autoayuda; de alquilar un piso de tres
habitaciones; de comprarme una túnica de La Estrella o una
zodiac en buen estado; de quedarme con un vespino; de
recuperar las Matemáticas que me catearon en el colegio; de
que me enseñen Word Pro, Excel y Ofimática; de pedir leña
para la chimenea del adosado; de que me den portes
baratísimos... Y sobre todo, ay, paseando por Sevilla me dan
unas ganas irresistibles de que liberen al móvil. Sevilla
está tomada por el Movimiento de Liberación del Móvil,
empapelada con sus pasquines. ¿Qué ha hecho el pobre móvil?
¿Qué móviles inconfesables habrá tenido para que lo hayan
metido en la cárcel? Porque si todos, como cervantinos
frailes mercedarios, quieren en los anuncios que empapelan
Sevilla entera liberar al móvil, será que el móvil está en
cautividad, preso. No sé si en Sevilla 2 o en Puerto 3, en
estas denominaciones carcelarias que parecen resultados de
Liga.
Sevilla, la ciudad de la que se enamoran los poetas cuando
pasean, es la que nos indigna a los prosaicos peatones,
empapeladita de anuncios. Está llena de anuncios de fortuna,
autoconstruidos por el que vende, alquila, da clases,
portes, enseña bailes de salón, salsa, guitarra, ballet. No
hay farola, poste, registro de semáforo, buzón de Correos,
cabina de teléfonos, señal de tráfico donde no hayan pegado
un Din A-4 de impresora, con el anuncio y con sus volantes
recortables con el número de teléfono donde hay que llamar.
La ciudad es un inmenso tablón de anuncios de la Facultad o
del supermercado. Un guarro tablón de anuncios. Sales a la
calle y parece que vives en la sección de anuncios por
palabras del ABC. ¡Y me dan una angustia esos pobres móviles
presos! Por todas partes: «Liberamos móviles»... Eso, eso,
liberemos a los móviles. Y si de paso liberamos a Sevilla de
la guarrería de los anuncios salvajes sobre la porquería de
las pintadas, pues será ese sueño del que podamos
enamorarnos sin necesidad de ser, como Rosa, poetas.
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