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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Un almanaque de azúcar

No tenían que sonar panderetas. Sabía que llegaban las Pascuas porque, exacto, ritual, como quien pide la venia en La Campana, llegaba a casa el aprendiz de su confitería con la tortera y la fuente de polvorones sevillanos. Me los mandaba el maestro pastelero don Luis Ochoa Jiménez, señor de Sevilla, teniente de hermano mayor de la Real Maestranza del Comercio de la Calle Sierpes, que cumplía, quizá más consigo mismo que conmigo, el rito de todos los años. Cuando sobre la mesa estaba el redondel del albero de azúcar y canela de aquella tortera, con su naranja endulzada encampanada en el platillo, sabía que los polvorones podían ya hacer el paseíllo de la Navidad.

Y luego, cuando era ya cierta la luz de los días más largos y esperados, no tenía ver parihuelas de ensayos. Sabía que era llegada la Cuaresma porque ceromonial, solemne, como el asistente que rinde la ronda en la Catedral con la ciudad sosegada y en calma, llegaba a casa cada Miércoles de Ceniza el aprendiz de la confitería, con la fuente de torrijas, marea alta de almíbar, Caleta de amorosos panes casi eucarísticos, empapochados en azúcar y miel. Las segundas mejores torrijas de Sevilla. Y digo segundas porque en torrijas y en gazpacho, nunca hay duda: como nuestra madre, naide. Y después de naide, don Luis Ochoa Jiménez con sus torrijas que merecían títulos casi cofradieros: humildes, ilustres, antiguas, fervorosas.

No sé cómo voy a saber este año que en el cielo se alquilan balcones para un casamiento que se va a hacer. No sé cómo voy a saber este año que es llegado el tiempo del gozo. Ya no recibiré más esos almanaques de azúcar en forma de torteras, de polvorones, de torrijas. La canelita de la tortera y la azuquita molida de los polvorones ya no será más la arena del exacto reloj de las Pascuas. El almíbar de las torrijas ya no será más dulce líquido de la clepsidra cofradiera que me diga lo poquito que falta para el primer nazareno del Domingo de Ramos. Aquel señor de los obradores, aquel caballero de los mostradores de cármenes y huevo hilado, el Maestro Ochoa, se me ha muerto. Se le ha muerto a Sevilla un mantenedor de sus tradiciones en la calle Sierpes. Don Luis Ochoa era mucho de la hermandad de Las Siete Palabras. Hubo un tiempo en que la hermandad era él, su bolsillo, su devoción, sus desvelos. Sevillano serio y seco quizá, por fuera la apariencia adusta del nazareno de la cofradía de silencio, por dentro abierto de capa de barrio a la gracia de siempre, a la tertulia en la confitería. Si su padre fue compañero de Blas Infante en la utopia de Andalucía, él lo fue nuestro en el sueño de Sevilla. Levantó una hermandad y mantuvo una tradición en la calle Sierpes, la vieja Granja Victoria.

Don Luis Ochoa, aun retirado del comercio familiar, me seguía mandando, si no los envueltos polvorones con las nobles armas trabajadoras del membrete de su casa, sí las torrijas. Hechas con más cariño que nunca. Don Luis imaginaba obradores perdidos haciéndome las torrijas en su cocina y yo imaginaba, a cambio, que aquella calle Sierpes no había muerto, que el tiempo no había pasado por su clepsidra de almíbar, por su almanaque de azúcar, que aún estaba soñando estrenos para su cofradía, en un Miércoles Santo con los clarines montados de la Policía Armada delante de La Lanzada y Alfonso Borrero mandando el palio de Madre de Dios de la Palma. Esta Cuaresma, otra vez, estarán los nazarenitos de los caramelos en el escaparate de su confitería. Este Miércoles Santo me acordaré, ay, ceniza, de aquellos Miércoles de Torrijas. Cuando vea su cofradía de Las Siete Palabras, cuyos multicolores nazarenos siempre me parecían como salidos de su escaparate. Miraré el almanaque de azúcar y, ay, no lo tendré. Qué amargo este almanaque del tiempo en nuestros brazos, maestro confitero don Luis Ochoa...



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