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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Infantes, Carande, Castillo

Ante el nuevo libro rotundo de Manuel Mantero, «Equipaje», comenté la perra que había cogido el poeta con La Canina, pues al presentarlo en el Alcázar se hartó de repetir que era su última obra. Vamos, tres telediarios. Que el equipaje era el machadiano que rima con último viaje. Lo creímos licencia poética de Mantero. Pero, hijo, sacó Mantero su billete de vuelta a los pinos que el viento se llevó en su casa de Georgia, y empezó la facturación de los equipajes de la muerte entre sevillanos de su misma generación. Una cosa mala. ¡Cuántas maletas (sin ruedas) hacia el otro barrio!

Esto, como tantas cosas de Sevilla, lo descubrió Romero Murube: La Canina se lleva a los sevillanos por levas, por quintas, por reemplazos. Como cerezas de la muerte, unos difuntos tiran de otros de su época, su oficio, su estamento social. En cada una de estas levas de la incorporación obligatoria de los alquilones de La Canina se nos va una cierta Sevilla. Ha vuelto a ocurrir así. En pocos días se nos ha ido una grata Sevilla de los sueños de los 60 y 70, raíz de esta ciudad en libertad que gozosamente vivimos. Se nos han ido casi juntos tres sevillanos de cine-club y Concilio, de Juan XXIII y Kennedy, de tolerancia y creación, de innovación y Europa. De «Le Monde» en el puesto de Curro el de los periódicos y de Maurice Bejart en los Festivales de España. De Rubinstein en el Patio de Carlos V y del abad de Taizé predicando en El Salvador, con los libros de Marcuse y el manual de Duverger sobre los partidos políticos no lejos de allí, en el liberal escaparate de la librería de Lorenzo Blanco.

Lo pensé cuando se nos fue el escritor Bernardo Víctor Carande, un poderoso hacendado literario de esos latifundios culturales andaluces donde está la finca de los Hermanos Cuevas, el cortijo de Manuel Halcón, la casería antequerana de Muñoz Rojas, la ganadería de Fernando Villalón, los olivares de Mario López en Bujalance. Bernardo Víctor Carande era un hombre que vivía en el campo, como decía el subtítulo de su personalísimo boletín «Capela», pero lo menos cateto que se despachaba: un trozo de París y otro de Nueva York y mucho sueño de la mejor Sevilla tras las lindes de pizarra de Almendral. Bernardo Víctor era de aquella Sevilla vivísima y creadora a la que le importaba un rábano la dictadura para ser, estar y soñar. La de Gorca, Gris Pequeño Teatro, Juventudes Musicales, Radio Vida, la del Club La Rábida o el Club Tartessos y el semanario «Novedades». La misma Sevilla del músico Manuel Castillo, que se nos fue, ay, en la misma leva que su coetáneo el novelista, fotógrafo, ensayista, humanista Bernardo Víctor Carande. Más allá de la Sevilla del riá pitá estaba la ciudad refinada, honda, culta de Manuel Castillo, creador universal, músico internacional quizá precisamente por vivir en esta ciudad tan abierta de los años 60 y 70 sobre la que ahora se abaten todos los topicazos de la dictadura.

Una Sevilla en la que había un cura de vocación tardía, quizá de la olvidada obra Obviam Christo. Un profesor de Derecho que se metió a cura (no del Opus, sino del clero secular) y llegó un día de párroco al Salvador: José Antonio Infantes Florido. Si su hermano Paco había escrito la letra de «La hija de Don Juan Alba», con música de Luis Rivas, José Antonio Infantes sacó a Sevilla del convento chiquito de la calle de la Paloma de Trento y la llevó al Vaticano II mucho antes del Concilio. Fue pionero del ecumenismo en una Sevilla que aún creía que los protestantes de la iglesia de la calle Relator tenían cuernos y rabo. Cuando llegó Juan XXIII a Roma y Kennedy a la Casa Blanca, aquí ya nos sabíamos la película, porque nos la había descubierto José Antonio Infantes. Y también porque se la habíamos leído a Bernardo Víctor Carande. Y la habíamos escuchado en la música de Manuel Castillo.


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