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Ante
el nuevo libro rotundo de Manuel Mantero, «Equipaje»,
comenté la perra que había cogido el poeta con La Canina,
pues al presentarlo en el Alcázar se hartó de repetir que
era su última obra. Vamos, tres telediarios. Que el equipaje
era el machadiano que rima con último viaje. Lo creímos
licencia poética de Mantero. Pero, hijo, sacó Mantero su
billete de vuelta a los pinos que el viento se llevó en su
casa de Georgia, y empezó la facturación de los equipajes de
la muerte entre sevillanos de su misma generación. Una cosa
mala. ¡Cuántas maletas (sin ruedas) hacia el otro barrio!
Esto, como tantas cosas de Sevilla, lo descubrió Romero
Murube: La Canina se lleva a los sevillanos por levas, por
quintas, por reemplazos. Como cerezas de la muerte, unos
difuntos tiran de otros de su época, su oficio, su estamento
social. En cada una de estas levas de la incorporación
obligatoria de los alquilones de La Canina se nos va una
cierta Sevilla. Ha vuelto a ocurrir así. En pocos días se
nos ha ido una grata Sevilla de los sueños de los 60 y 70,
raíz de esta ciudad en libertad que gozosamente vivimos. Se
nos han ido casi juntos tres sevillanos de cine-club y
Concilio, de Juan XXIII y Kennedy, de tolerancia y creación,
de innovación y Europa. De «Le Monde» en el puesto de Curro
el de los periódicos y de Maurice Bejart en los Festivales
de España. De Rubinstein en el Patio de Carlos V y del abad
de Taizé predicando en El Salvador, con los libros de
Marcuse y el manual de Duverger sobre los partidos políticos
no lejos de allí, en el liberal escaparate de la librería de
Lorenzo Blanco.
Lo pensé cuando se nos fue el escritor Bernardo Víctor
Carande, un poderoso hacendado literario de esos latifundios
culturales andaluces donde está la finca de los Hermanos
Cuevas, el cortijo de Manuel Halcón, la casería antequerana
de Muñoz Rojas, la ganadería de Fernando Villalón, los
olivares de Mario López en Bujalance. Bernardo Víctor
Carande era un hombre que vivía en el campo, como decía el
subtítulo de su personalísimo boletín «Capela», pero lo
menos cateto que se despachaba: un trozo de París y otro de
Nueva York y mucho sueño de la mejor Sevilla tras las lindes
de pizarra de Almendral. Bernardo Víctor era de aquella
Sevilla vivísima y creadora a la que le importaba un rábano
la dictadura para ser, estar y soñar. La de Gorca, Gris
Pequeño Teatro, Juventudes Musicales, Radio Vida, la del
Club La Rábida o el Club Tartessos y el semanario
«Novedades». La misma Sevilla del músico Manuel Castillo,
que se nos fue, ay, en la misma leva que su coetáneo el
novelista, fotógrafo, ensayista, humanista Bernardo Víctor
Carande. Más allá de la Sevilla del riá pitá estaba la
ciudad refinada, honda, culta de Manuel Castillo, creador
universal, músico internacional quizá precisamente por vivir
en esta ciudad tan abierta de los años 60 y 70 sobre la que
ahora se abaten todos los topicazos de la dictadura.
Una Sevilla en la que había un cura de vocación tardía,
quizá de la olvidada obra Obviam Christo. Un profesor de
Derecho que se metió a cura (no del Opus, sino del clero
secular) y llegó un día de párroco al Salvador: José Antonio
Infantes Florido. Si su hermano Paco había escrito la letra
de «La hija de Don Juan Alba», con música de Luis Rivas,
José Antonio Infantes sacó a Sevilla del convento chiquito
de la calle de la Paloma de Trento y la llevó al Vaticano II
mucho antes del Concilio. Fue pionero del ecumenismo en una
Sevilla que aún creía que los protestantes de la iglesia de
la calle Relator tenían cuernos y rabo. Cuando llegó Juan
XXIII a Roma y Kennedy a la Casa Blanca, aquí ya nos
sabíamos la película, porque nos la había descubierto José
Antonio Infantes. Y también porque se la habíamos leído a
Bernardo Víctor Carande. Y la habíamos escuchado en la
música de Manuel Castillo.
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