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Después
de los revolcones, las volteretas, los tantarantanes, los
puntazos y las cornás, los toreros se dividen en dos grandes
grupos: los que se miran la taleguilla y los que ni siquiera
se la miran, y sin perderle la cara al toro, cogen del suelo
los avíos, montan la muleta y se ponen allí donde hay que
ponerse, como si no hubiera pasado nada. Los toreros del PP,
los primeros espadas del partido liberal-conservador
español, son diestros del segundo de dichos grupos. Si como
los antiguos soldados de reemplazo tuvieran cartilla
militar, en el canuto de la licencia no habría que ponerles
«valor, se le supone», sino: «Valor, más que demostrado.
Como los del caballo de Espartero, usted.»
Así salió Aznar de las chapas medio calcinadas de su coche,
cuando los asesinos de la ETA, los de los cafelitos de Carod
en Perpiñán, le pusieron una bomba en Madrid. Aznar, sin
mirarse la taleguilla, lo que hizo fue interesarse por los
suyos, por su conductor, por los policías de su protección.
Y así ha salido Rajoy tras el pellejazo del helicóptero.
-¿Usted no ve? Las cosas dependen de cómo se digan. Si hay
gracia, puede decirse todo. Usted acaba de poner «el
pellejazo del helicóptero» y eso no es ofensivo para nadie:
gracia de Cádiz pura. Pero hay que tener muy malas entrañas
para decir la perversidad de Borrell sobre la plaza de los
toros.
Hombre, de la plaza de toros también se puede hablar, y
hasta con una sonrisa, ya que, gracias a ese Dios que
inmediatamente citó Esperanza Aguirre, no ocurrió nada.
Rajoy ni se miró la taleguilla tras el pellejazo del
autogiro con toda la razón del mundo: por algo estaban en
una plaza de toros. Si en algún sitio los buenos toreros no
tienen que mirarse la taleguilla y coger otra vez los
trastos, es en una plaza. Los buenos caballos se ven en los
resbalones y ahí Rajoy quedó para siempre en el autorretrato
del temple. Un señor que con esa serenidad retorna a la vida
puede parar y mandar perfectamente los destinos del Reino de
España, y no como otros tarambanas. Rajoy hizo como Aznar:
buscar a los suyos entre los hierros, ver cómo estaban. ¡Y
eso que era el único que estaba de enfermería y parte
facultativo!
¿Y la torera? La torera es Esperanza Aguirre: qué serenidad
de señora. En los momentos más duros, Esperanza Aguirre, sin
tanto cuento de las feministas de plantilla, ha hecho más
por la dignidad de la mujer que muchos congresos y campañas
de tirar el dinero. ¿Qué dice usted, que las mujeres en
estos casos se ponen histéricas, que se lían a chillar,
descompuestas? No he visto nunca a ninguna señora menos
descompuesta que a Esperanza Aguirre saliendo del
helicóptero. Más que del helicóptero del pellejazo parecía
que salía de la peluquería. Si me lo permiten, hasta con más
serenidad y tranquilidad que los hombres. Y, por descontado,
sin mirarse la taleguilla. Pues hay señoras, y Esperanza
Aguirre es una de ellas, que tienen muy bien puesta la
taleguilla.
En esta sociedad mediática de la inmediatez, un grito a
destiempo, una carrera, un llanto, una gesticulación fuera
de cacho hubiera acabado allí mismo por los siglos de los
siglos con la carrera de Rajoy y de Aguirre. Todo lo
contrario. Y al final, pero no el último, el alcalde de
Móstoles. El sucesor de Andrés Torrejón lo mejoró en
valentía. Es más que una casualidad que todo ocurriera en
Móstoles. Allí hubo un alcalde que dijo en 1808: «Españoles,
la Patria está en peligro, acudid a salvarla». Le faltó
entonces decir que donde había que acudir era a la
manifestación para defender a la Constitución de las nuevas
cargas de los mamelucos y los lameculos de los separatistas.
Así que, convocados por el bando de la perfecta serenidad de
Móstoles, no me extraña que en la manifestación le digan a
Rajoy lo de «¡torero, torero!». Lo es. Rajoy y Esperanza
Aguirre han tenido su puerta grande en la plaza de toros de
Móstoles.
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