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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Tren del 29, monorraíl del 92

LA historia de Sevilla, la historia de las pequeñas grandes cosas de Sevilla (como Enrique Barrero gusta llamarlas), es como un hogar con aparato para ver los DVD e incluso con la horterada de los trescientos altavoces que llaman «cine en casa». Pero escasito de películas. Siempre ponemos la misma cinta una y otra vez. Con adaptaciones en el «making of» y con cortes o versiones íntegras, pero la misma película siempre: ésta ya la he visto. Ventajas de las viejas ciudades, que tantos tiros tienen dados que todo, por raro que parezca, ha ocurrido ya antes. De sorpresas, las mínimas; de novedades, las precisas.

Lo digo por el fuego que ha destruido tres de los seis trenes del monorraíl de la Exposición Universal de 1992. Esa película ya la hemos visto. Si no las llamas, la misma causa que determinó el incendio. ¡Qué dineral tirado a la calle con cada exposición! El abandono, la incuria, el aquí me las den todas, ya había destruido, exactamente igual que el monorraíl de 1992, el ferrocarril en miniatura de la Exposición Iberoamericana de 1929. Nuestros padres y abuelos nos hablaron tanto de aquella Exposición que parecía que todos habíamos estado allí, montados en el ferrocarril en miniatura con la locomotora «La Pinta», cuando se cantaba el himno inaugural con letra de los Alvarez Quintero: «Acudid, hijos de españoles...» Tanto nos hablaron nuestros mayores de la Exposición Iberoamericana, que cuando vamos a un acto al Salón del Almirante del Alcázar, en viendo allí arriba el cuadro de Grosso con la inauguración de la Exposición de 1929 nos creemos que estábamos en la Plaza de España, junto a las pamelas de las Infantas y el uniforme del comisario Cruz Conde, que era como Jacinto Pellón, pero tirando menos el dinero.

Entre las maravillas de la Exposición del 29 estaba el ferrocarril como de juguete que recorría todo el recinto: el Parque, el Sector Sur, la zona comercial de la avenida de La Raza (ahora de Las Razas, ¿qué razas? ¿Las razas equinas, las razas caninas, las razas porcinas o las razas bovinas?). Tiraban del tren locomotoras de vapor en miniatura, que llevaban los nombres de las carabelas de Colón. Y pasó lo que suele en Sevilla. Clausurada la Exposición, todo aquello se abandonó a su suerte en un almacén, se vendió quizá por chatarra. Para nada sirvió ni para nada se reutilizó el sueño del tren en miniatura de las nostalgias de los sevillanos.

Con el monorraíl ha pasado lo mismo. La misma película proyectada otra vez. Como el teleférico (también abandonado), el monorraíl era una maravilla, que podía haber sido reutilizada para siete mil de cosas. Hasta para tranvía por el centro mismo, o para conectar el (inservible) Estadio Olímpico con la ciudad o las facultades universitarias cartujanas. En el incomprensible abandono de lo que nos costó tantos pellones, equivalentes a una morterá buenecita de montillas, el monorraíl se dejó en un solar, lo mismo que se desecó el Lago de España sin que nadie protestara y sin pedir permiso a nadie, con el fortunón que costó hacerlo. O como se destruyó el contenido de tantos pabellones, que sabe Dios qué chalés habrán amueblado.

En la vieja película de Sevilla, el destino del monorraíl del 92 ha sido exactamente el mismo que el del trenecito del 29. Debe de ser una tradición de la rancia Sevilla (apúntate el copirray del Paraguay de lo rancio, Paco Robles). En la Sevilla tradicional donde nunca pasa nada y nadie es responsable de nada, las moderneces se abandonan, se enracian y arden como contenedores. Lo que no acaba en la piqueta del derribista termina en el pregón del chatarrero, ¿será por pregones?:

-¡Los monorraíles modernos, los hierros viejos, los compro!



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