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LA
historia de Sevilla, la historia de las pequeñas grandes
cosas de Sevilla (como Enrique Barrero gusta llamarlas), es
como un hogar con aparato para ver los DVD e incluso con la
horterada de los trescientos altavoces que llaman «cine en
casa». Pero escasito de películas. Siempre ponemos la misma
cinta una y otra vez. Con adaptaciones en el «making of» y
con cortes o versiones íntegras, pero la misma película
siempre: ésta ya la he visto. Ventajas de las viejas
ciudades, que tantos tiros tienen dados que todo, por raro
que parezca, ha ocurrido ya antes. De sorpresas, las
mínimas; de novedades, las precisas.
Lo digo por el fuego que ha destruido tres de los seis
trenes del monorraíl de la Exposición Universal de 1992. Esa
película ya la hemos visto. Si no las llamas, la misma causa
que determinó el incendio. ¡Qué dineral tirado a la calle
con cada exposición! El abandono, la incuria, el aquí me las
den todas, ya había destruido, exactamente igual que el
monorraíl de 1992, el ferrocarril en miniatura de la
Exposición Iberoamericana de 1929. Nuestros padres y abuelos
nos hablaron tanto de aquella Exposición que parecía que
todos habíamos estado allí, montados en el ferrocarril en
miniatura con la locomotora «La Pinta», cuando se cantaba el
himno inaugural con letra de los Alvarez Quintero: «Acudid,
hijos de españoles...» Tanto nos hablaron nuestros mayores
de la Exposición Iberoamericana, que cuando vamos a un acto
al Salón del Almirante del Alcázar, en viendo allí arriba el
cuadro de Grosso con la inauguración de la Exposición de
1929 nos creemos que estábamos en la Plaza de España, junto
a las pamelas de las Infantas y el uniforme del comisario
Cruz Conde, que era como Jacinto Pellón, pero tirando menos
el dinero.
Entre las maravillas de la Exposición del 29 estaba el
ferrocarril como de juguete que recorría todo el recinto: el
Parque, el Sector Sur, la zona comercial de la avenida de La
Raza (ahora de Las Razas, ¿qué razas? ¿Las razas equinas,
las razas caninas, las razas porcinas o las razas bovinas?).
Tiraban del tren locomotoras de vapor en miniatura, que
llevaban los nombres de las carabelas de Colón. Y pasó lo
que suele en Sevilla. Clausurada la Exposición, todo aquello
se abandonó a su suerte en un almacén, se vendió quizá por
chatarra. Para nada sirvió ni para nada se reutilizó el
sueño del tren en miniatura de las nostalgias de los
sevillanos.
Con el monorraíl ha pasado lo mismo. La misma película
proyectada otra vez. Como el teleférico (también
abandonado), el monorraíl era una maravilla, que podía haber
sido reutilizada para siete mil de cosas. Hasta para tranvía
por el centro mismo, o para conectar el (inservible) Estadio
Olímpico con la ciudad o las facultades universitarias
cartujanas. En el incomprensible abandono de lo que nos
costó tantos pellones, equivalentes a una morterá buenecita
de montillas, el monorraíl se dejó en un solar, lo mismo que
se desecó el Lago de España sin que nadie protestara y sin
pedir permiso a nadie, con el fortunón que costó hacerlo. O
como se destruyó el contenido de tantos pabellones, que sabe
Dios qué chalés habrán amueblado.
En la vieja película de Sevilla, el destino del monorraíl
del 92 ha sido exactamente el mismo que el del trenecito del
29. Debe de ser una tradición de la rancia Sevilla (apúntate
el copirray del Paraguay de lo rancio, Paco Robles). En la
Sevilla tradicional donde nunca pasa nada y nadie es
responsable de nada, las moderneces se abandonan, se
enracian y arden como contenedores. Lo que no acaba en la
piqueta del derribista termina en el pregón del chatarrero,
¿será por pregones?:
-¡Los monorraíles modernos, los hierros viejos, los compro!
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