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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Un sillón vacío junto al Arco

Desde su bronce del Arco, seguro que el bordador Rodríguez Ojeda la veía de bien como tú, cuando llegaste, ya anochecido, basílica de puertas abiertas, barrio de San Gil de frío en los huesos de la muralla. La media luna llena de la cúpula del antiguo Hospicio se recortaba en un cielo como el mismo nombre de San Luis indica: de los franceses. De estos franceses, interiores y secretos Versalles a lo divino de Sevilla. Cuando en tiempo de magnolias un seise se convierte en caballero cubierto y gentilhombre de cámara de Su Divina Majestad. O cuando en la noche de San Juan de la Cruz, como anunciaba Carlos Colón, la Esperanza misma baja junto al Arco desde donde la mira su celoso amante bordador de verde malla de tisú y oro. Con lo que resulta, oh, prodigio, que los cielos que perdimos se convierten, con la belleza pie a tierra de la Madre de Dios, en los suelos soñados que ganamos.

Abajo, cercanía de rosarios de esmeralda, cinco continentes en las mariquillas, todo verde y cielo, está con sus manos abiertas, repartiendo Gracia, la Madre de Dios. Los domingos de cintitas moradas, siguiendo el camino más corto del rito y la regla de Rafael Montesinos hacia San Lorenzo, has visto muchos años las manos de su Hijo. Manos juntas, pegadas a la esclavina de la vida, que llevan muy arrecogidito el capote de su Gran Poder, cargando nuestra suerte. Ahora ves las manos de su Madre. Te suena la copla de un amigo, que se emocionó cuando lo llevaste a los Altos Colegios y Luis León le paró el paso: "Dos salves, un padrenuestro y la gracia de tus manos". Hasta en las manos tiene gracia esta divina mujer. Manos para repicar palillos de Esperanza. Manos para medir el aire en una bolera que le cantan, Pura y Limpia, sus pajes los seises.

Se ve que acaba de llegar. Tiene la cara cansada, de claras del día, de aguardiente y calentitos. Se ve que acaba de llegar porque allí arriba tiene el sillón vacío. El trono de Reina de sus cielos de plata. Y miras allí arriba el sillón vacío, solemne, regio. Así tenía que ser el que ponían en el palco del Príncipe de la plaza de los toros cuando Isabel II presidía las corridas en efigie. Sillón de respeto, como el que le llevaban dos seminaristas al cardenal Segura tras la Custodia del Corpus. Y miras el entorno de ese sillón, en el camarín de su proclamación florentina como verdadera Madre de Dios, y compruebas que sí, que acaba de llegar. Porque en ese cielo macareno, retablo de ánimas gozosas, ves a lo lejos a quienes están ya para siempre con Ella. Tras el sillón ves los azules ojos de poeta de Rodríguez Buzón; la mata de pelo de Juanita Reina; la dorada vara de majagua de don Eduardo Miura; Manuel Torre, que todavía no ha terminado de cantarle aquella saeta que le escuchó Juan Sierra. Y ves al último de los llegados. Es un macareno de la Quinta Angustia. Un capirote verde de los chaqués de la Sacramental de la Magdalena. A ese cielo macareno del sillón regio de la Esperanza, en esta noche fría de diciembre ha llegado Luis Rodríguez Caso. El que era como de la familia de una Virgen sin lágrimas.

Y Narilargo y Rascarrabia, los duendes de la muralla, te cuentan lo que ha pasado en el cielo donde los campanilleros alquilan balcones para ver a un Niño que le va a nacer a la Esperanza. En Belén o en San Lorenzo, da lo mismo. Que fue que llegó Luis Rodríguez Caso al verdadero trono y se encontró que su Virgen con lágrimas no estaba. Y otro pregonero, Rodríguez Buzón, de colega a colega, le dijo, con la gracia del barrio:

-- Luis, pues Ella no ha hecho nada más que salir. Vamos, que no sé cómo no te la has encontrado por el camino. Ha cogido, se ha puesto su manto verde y como todos los años me ha dicho: "Ea, Antonio, me voy, que me están esperando en la basílica". Si te ha dicho que vengas, Luis, es para que veas lo guapísima que llega aquí cada año, ya fuera de cuentas, cuando vuelve de Sevilla. ¡Así pare cada año tan perfecto a su Niño en San Lorenzo!



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