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Desde
su bronce del Arco, seguro que el bordador Rodríguez Ojeda
la veía de bien como tú, cuando llegaste, ya anochecido,
basílica de puertas abiertas, barrio de San Gil de frío en
los huesos de la muralla. La media luna llena de la cúpula
del antiguo Hospicio se recortaba en un cielo como el mismo
nombre de San Luis indica: de los franceses. De estos
franceses, interiores y secretos Versalles a lo divino de
Sevilla. Cuando en tiempo de magnolias un seise se convierte
en caballero cubierto y gentilhombre de cámara de Su Divina
Majestad. O cuando en la noche de San Juan de la Cruz, como
anunciaba Carlos Colón, la Esperanza misma baja junto al
Arco desde donde la mira su celoso amante bordador de verde
malla de tisú y oro. Con lo que resulta, oh, prodigio, que
los cielos que perdimos se convierten, con la belleza pie a
tierra de la Madre de Dios, en los suelos soñados que
ganamos.
Abajo, cercanía de rosarios de esmeralda,
cinco continentes en las mariquillas, todo verde y cielo, está
con sus manos abiertas, repartiendo Gracia, la Madre de Dios.
Los domingos de cintitas moradas, siguiendo el camino más
corto del rito y la regla de Rafael Montesinos hacia San
Lorenzo, has visto muchos años las manos de su Hijo. Manos
juntas, pegadas a la esclavina de la vida, que llevan muy
arrecogidito el capote de su Gran Poder, cargando nuestra
suerte. Ahora ves las manos de su Madre. Te suena la copla de
un amigo, que se emocionó cuando lo llevaste a los Altos
Colegios y Luis León le paró el paso: "Dos salves, un
padrenuestro y la gracia de tus manos". Hasta en las manos
tiene gracia esta divina mujer. Manos para repicar palillos de
Esperanza. Manos para medir el aire en una bolera que le
cantan, Pura y Limpia, sus pajes los seises.
Se ve que acaba de llegar. Tiene la cara
cansada, de claras del día, de aguardiente y calentitos. Se ve
que acaba de llegar porque allí arriba tiene el sillón vacío.
El trono de Reina de sus cielos de plata. Y miras allí arriba
el sillón vacío, solemne, regio. Así tenía que ser el que
ponían en el palco del Príncipe de la plaza de los toros
cuando Isabel II presidía las corridas en efigie. Sillón de
respeto, como el que le llevaban dos seminaristas al cardenal
Segura tras la Custodia del Corpus. Y miras el entorno de ese
sillón, en el camarín de su proclamación florentina como
verdadera Madre de Dios, y compruebas que sí, que acaba de
llegar. Porque en ese cielo macareno, retablo de ánimas
gozosas, ves a lo lejos a quienes están ya para siempre con
Ella. Tras el sillón ves los azules ojos de poeta de Rodríguez
Buzón; la mata de pelo de Juanita Reina; la dorada vara de
majagua de don Eduardo Miura; Manuel Torre, que todavía no ha
terminado de cantarle aquella saeta que le escuchó Juan
Sierra. Y ves al último de los llegados. Es un macareno de la
Quinta Angustia. Un capirote verde de los chaqués de la
Sacramental de la Magdalena. A ese cielo macareno del sillón
regio de la Esperanza, en esta noche fría de diciembre ha
llegado Luis Rodríguez Caso. El que era como de la familia de
una Virgen sin lágrimas.
Y Narilargo y Rascarrabia, los duendes de la
muralla, te cuentan lo que ha pasado en el cielo donde los
campanilleros alquilan balcones para ver a un Niño que le va a
nacer a la Esperanza. En Belén o en San Lorenzo, da lo mismo.
Que fue que llegó Luis Rodríguez Caso al verdadero trono y se
encontró que su Virgen con lágrimas no estaba. Y otro
pregonero, Rodríguez Buzón, de colega a colega, le dijo, con
la gracia del barrio:
-- Luis, pues Ella no ha hecho nada más que
salir. Vamos, que no sé cómo no te la has encontrado por el
camino. Ha cogido, se ha puesto su manto verde y como todos
los años me ha dicho: "Ea, Antonio, me voy, que me están
esperando en la basílica". Si te ha dicho que vengas, Luis, es
para que veas lo guapísima que llega aquí cada año, ya fuera
de cuentas, cuando vuelve de Sevilla. ¡Así pare cada año tan
perfecto a su Niño en San Lorenzo!
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