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PÓNGASE
una tristeza antigua, color de lienzo moreno de Hytasa, con
un portarretratos y la foto de alguien querido que ya no
está, y que todas las Nochebuenas llegaba a casa para la
cena familiar tal día como ahora, con el regalo que desde
aquel día de tanatorio ya nadie podrá reemplazar, y que
seguimos echando en falta: los pestiños, tan clásicos, tan
nuestros, que compraba en La Ponderosa de la Gran Plaza.
Póngase, junto a esa tristeza antigua, la alegría nueva de
los niños, sus gritos, sus correteos, sus estropicios de
cacharros rotos, su inmensa fortuna de los juguetes de doble
ancho de tradición, los que vienen ahora en el trineo de
Papá Noel y los que llegarán en la carroza del Rey Negro.
Póngase una copla antigua de campanilleros en la memoria:
una bandera blanca y colorá en el Arco de la Macarena,
balcones que se alquilan en el cielo para un casamiento que
se va a hacer, a San Cristóbal por medio del mar con el Niño
Jesús en los hombros, diciendo, Dios mío, ya no puedo más.
Póngase una botella de aguardiente, y el mango de una
cuchara para hacer el compás sobre las estrías de su vidrio,
y el pellejo de una pandereta, y la lata de sus sonajas, y
el esparto costelero de una alpargata que rachea su ritmo
sobre el leve brocal del pozo de la boca de un cántaro.
Póngase una canción nueva de Navidad, porrompompon, cuanto
menos la conozca el abuelo, mejor, abuelo, qué antiguo eres.
Póngase, sobre la memoria de los campanilleros, sobre el
cedé de las canciones navideñas, la dipsomanía de unos peces
que deben de ser de la barrilada o del botellón, porque hay
que ver cómo beben y beben y vuelven a beber estos peces en
el río, que deben de tener el hígado exactamente igual que
se lo está poniendo toda una generación de sevillanos.
Póngase un olor lírico y medieval a especias en La Venera,
y, allí, escaparates de corcho y espumillón, de pastores de
plástico y de estrellas de purpurina, la verdadera calle
Oriente, Oriente mismo, a dos pasos de La Campana.
Póngase, para que nunca nos olvidemos que estamos en
Sevilla, una mesa de campimplaya en los soportales del
Cortinglés del Duque, y tras esa mesa, al mismo tío que
vende higos chumbos por el verano, pero ahora con su
mercancía decembrina del olor a gloria in excelsis Deo: el
incienso que pone la acera como el verdadero anuncio del
gozo, que parece que por Aponte va a aparecer de un momento
a otro la cruz de guía de Santa Marta, que ésa sí que es la
verdadera estrella de Oriente que al sevillano le dice dónde
está Dios, la Cruz de Guía, vamos a dejarnos de cuentos de
la Nochebuena, que el Niño de verdad nace cuando ha cambiado
la mula y el buey por una burra, para hacer sobre ella la
triunfal entrada en la Jerusalén de Sevilla, bajando la
Cuesta del Rosario en forma de rampla del Salvador.
Póngase, para equidistancia, como coartada de universalismo,
una iluminación navideña, pero con mucho malage, como de por
ahí, que más que la Nochebuena parezca el alumbrado de una
feria de pueblo, y le haga decir a la gente: ¿pero qué es
esto, Dios mío de mi alma?
Póngase el recuerdo del primer cartero real que se retrataba
con los niños en la calle Cuna, contratado por aquella
maravillosa tienda de nuestros juguetes a la que nuestras
hermanas llamaban La Clínica de las Muñecas.
Póngase el nacimiento de un convento, de una asociación de
vecinos, de un bar, de un hospital, de un colegio, de donde
quiera que estén dos sevillanos reunidos en nombre del Niño
que va a nacer.
Póngase una miraíta al almanaque del Año Nuevo, para poder
comprobar el verdadero anuncio del ángel a Sevilla: «Ea,
pues ahora sí que ya no falta casi nada para el Domingo de
Ramos».
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