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Gómez
Marín suele recordar en la radio lo de Unamuno: que en
España puedes robar un monte sin que te pase nada; pero que
si robas un pan, vas a la cárcel. Unamuno dijo también que
los sevillanos somos finos y fríos. Al menos los sevillanos
serios y hondos de la parte de Romero Murube y de Sánchez
del Arco, no estos sevillanos de zambombas, panderetas y
faletes que la falla de quemar dinero público de Canal Sur
se encarga de perpetuar como ninots indultados del
franquismo. Unamuno tenía que haber venido más por Sevilla.
Para aplicar lo del monte y el pan a los cielos que
perdimos...y seguimos perdiendo. Y por goleada. Para
segundazos, no el Betis: Sevilla misma. En Sevilla puedes
derribar un mirador del siglo XV sin que te pase nada. Pero
si cierras un lavadero de azotea con unas puertas de
aluminio, Urbanismo te cruje y te deja la obra más parada
que el bronce del caballo de San Fernando.
Leo al profesor Teodoro Falcón que han derribado el mirador
de la casa de los Segovia. Traduzco: la casa del Moro. De
Andrés Moro. Del anticuario como vallainclanesco que
comprando casa tras casa alzó un imperio de arte, de
Alemanes a Argote de Molina. Un sevillano legendario y
millonario. El Moro tenía su apellido por mote. La gente se
creía que Moro era un apodo. Y Andrés de moro tenía bastante
poco. De judío, todo. Raro como él solo. Unas barbas como
las del anuncio del coñac Decano en Casa Morales que se
parece tanto a Garmendia. Unas zapatillas de paño de andar
por casa para salir por Sevilla como quien anda por casa, en
un charré con Salomón Vargas en el pescante. Mierda del año
que se le pidiera. El Moro tenía muchas antigüedades, pero
ninguna con datación tan temprana como lo casposo de su
entorno. Levantó en las casas que compró un universo de
novela. De novela de miedo, con unas hermanas extrañísimas y
unos sobrinos más raros aún. Y con mucho cuento de San
Telmo. El Moro, inmensamente rico, no le daba importancia a
lo que vendía:
-No, eso es una cosita del Greco, que estaba de San Telmo...
De venir verdaderamente de Montpensier todo lo que El Moro
quería vender como tal, San Telmo habría llegado desde el
Cristina a Las Pajanosas. El Moro se trabajaba otras veces
la lástima para largarte el mochuelo falso:
-Anda, llévate este Grequito. Yo ya voy a cerrar, no tengo
ganas de seguir con esto, estoy muy malo, a mi hermana la
han operado y le han quitado el corazón...
Y cuando llegabas a tu casa, allí tenías el Grequito
dichoso, que El Moro te había mandado con un jorobado de
Notre Dame que tenía en plantilla. Luego llamabas a Ramón
Serrera y nada más entrar por las puertas te decía:
-No me digas que Andrés te quiere colocar a ti su famoso
Grequito. No te dejes...
Quizá la única antigüedad verdadera fuese el propio Andrés
Moro. O esta casa de los Segovia que a su muerte se fue al
garete. Como los camiones y camiones de obras de arte que
sacaron de allí y de los que nada se supo (y Bellas Artes,
menos). Teodoro Falcón, policía judicial de la dignidad de
Sevilla, ha levantado acta del crimen cometido con el
mirador del Moro. No passssssa nada. Mientras haya tanques
de salmuera, langostinos y prosperidad, estas cosas se la
remanfinflan a los sevillanos. Total, cuatro nostálgicos
rancios que protestan dos días, pero después se cansan y no
passssssa nada.
A Sevilla le han asesinado un trozo de cielo con mirador. Yo
he perdido más. A mí y a Antonio Dubé de Luque nos han
demolido parte de nuestra infancia. Aquel mirador de los
Segovia nos miraba cuando, arrecidos con los pantaloncitos
cortos, íbamos camino del colegio de la Doctrina Cristiana
de Guzmán el Bueno. Allí estaban los largos mostradores de
la Cooperativa Cívico Militar, donde despachaban las
cartillas de racionamiento. Ese mirador, Antonio Dubé, nos
sigue mirando con los ojos de la Hermana Matilde, la paisana
y condiscípula de Juan Ramón, para ver si seguimos diciendo
sí o no, como Cristo nos enseña.
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