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FRANCISCO
Robles está haciendo una antología literaria de la Semana
Santa. Calculo que entre versos perversos y pregones
ramplones, le saldrán setenta tomos. Cuando acabe con la
Semana Santa, Robles debería afrontar otra antología que
tampoco se ha hecho, y que puede salir más grande que el
Espasa, apéndices incluidos. La antología «Sevilla en la
canción». Desde los clásicos de la ópera al pelotazo de El
Arrebato con el himno del centenario del Sevilla F.C. (Ese
himno es tan redondo como un balón de los que vendía Juanito
Arza en su tienda de deportes de Santa María de Gracia. Nos
gusta hasta a los que somos béticos manque... Lopera. En
vísperas de la Expo, Plácido Domingo y Julio Iglesias
estrenaron allí en el Pizjuán la canción «Sevilla» de Manuel
Alejandro. Que no le llega ni al zapato al himno de El
Arrebato).
Iba por la antología de la canción que sugiero a Robles, que
del Mester de Progresía ha pasado al Mester de Poesía.
¿Cuántos miles de canciones hay sobre Sevilla, del «No te
mires en el río» de Rafael de León al «Bandido» de Miguel
Bosé? Si a Sevilla le pagaran derechos de autor por las
canciones que su solo nombre ha inspirado, el Ayuntamiento
no tenía que meter la mano en el cajón del Alcázar para
conservar la Casa Grande, ni Vicente Lleó tenía que dimitir.
Con los derechos de esas canciones había para poner la Casa
Grande porcelanosa total, como un adosado: toa enmoquetá y
toa empapelá, de Macael hasta el techo y con parabólica.
Sevilla, qué ingrata, no ha tenido con estos autores ni un
detalle. La ciudad no sólo subyugó a los letristas
españoles, sino a los boleristas sudamericanos. Sevilla, por
ejemplo, está en deuda con Carmelo Larrea, autor de «Camino
verde», autor de «Puente de piedra» y, sobre todo,
compositor del bolero «Dos cruces». Sevilla tuvo que ser,
como dice la propia letra de «Dos cruces», la que a pesar de
que Carmelo Larrea le dedicara una declaración de amor en
forma de bolero, nunca tuvo el menor detalle con su
enamorado.
Si Carmelo Larrea viniera ahora a Sevilla, con su lunita
plateada, vería que ya no están clavadas dos cruces en el
monte del olvido, esquina a Ximénez de Enciso. Que las han
arrancado y sólo quedan sus mechinales, según ha denunciado
Pablo Ferrand, que sigue de quijote de sevillanías tras el
centenario cervantino. El sitio vacío de esas dos cruces
evoca, como en el bolero, a los amores que han muerto sin
haber tenido el gusto de conocerse. Por ejemplo, el amor de
Sevilla por las pequeñas grandes cosas, que en la inculta y
consumista ciudad del tanque de salmuera traen sin cuidado a
los que tan ricamente viven de ella y tan buenos viajazos y
comilonas se pagan a su costa.
Carmelo Larrea fue un visionario. En «Dos cruces» se
adelantó a la actual degradación del barrio de Santa Cruz.
Parece que la letra no la hubiera escrito entonces,
deslumbrado por Sevilla, sino ahora, con el alma en los pies
tras haber contemplado la degeneración del barrio. Oigamos
el bolero:
Ay, barrio de Santa Cruz,
ay, plaza de Doña Elvira,
os vuelvo yo a recordar
y me parece mentira.
Desde luego que parece mentira lo que aquello fue y lo que
es ahora. Inmensa terraza para los veladores. Enorme tienda
de camisetas. Aberrante vulgarización del refinamiento
inventado por el Marqués de Vega Inclán y soñado por
Santiago Montoto, quien celebró el hallazgo de estas cruces
bajo el avitolado de la calle de ese nombre esquina a
Ximénez de Enciso. Espero que las dos cruces sean repuestas.
Y que en esta ciudad de la fiebre de los monumentos, un
breve mármol eternice, a modo de homenaje, los versos y el
nombre de un enamorado de Sevilla. Que se llamaba Carmelo
Larrea.
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