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FUERON
llegando desde el día de la Purísima. Muchas, comerciales,
seriadas, impersonales, frías, fueron al rito y la regla de
la papelera, por el camino más corto. Otras, queridas,
simbólicas, sentimentales, familiares, como cercanos belenes
de cartulina, quedaron a lo largo de los días expuestas a la
contemplación, portarretratos de la amistad o la memoria.
Hablo de las tarjetas de felicitación de las Pascuas de
Navidad.
Pasada la última carroza de la Cabalgata, no estrenamos año
hasta que llegan estas doce uvas rituales de ir retirándolas
de encima de la cómoda, del aparador del comedor o del
mueble de la salita. Nos da pena quitarlas. Por el cariño,
el arte, los recuerdos que entrañan.
Un año más hemos tenido que cumplir el rito. En un cajón
está ya el tarjetón con nietos que nos mandaron los Reyes,
las fotos de Infantas. Quedan guardados con otras tarjetas
que hace quince, veinte años, nos mandó Doña María de las
Mercedes, qué Reina más sevillana.
Entre los tarjetones de hogaño ha estado expuesto, Divina
Majestad en jubileo circular, uno que lleva el retrato del
Rey, mi Señor. Y ese tarjetón sí que no lo guardo en ningún
cajón. Me lo he traído al escritorio, y lo tengo ahora aquí
delante, para que cada mañana guíe el tecleo de la Verdad
que El mismo dijo que nos hace libres.
Es el tarjetón de mi Señor. Me lo mandaron de su Casa del
Rey para felicitarme las Pascuas. Traduzco: de la Hermandad
del Gran Poder. Trae impreso a sangre el más impresionante
primer plano de su cara que nunca he visto. Ni el Domingo de
Ramos de cintitas moradas del besamanos le vi nunca tan
soberana y poderosa su cara de Varón de Dolores. Cara
cansada que parece que sale de una oscuridad que bien podría
ser una esquina de recuerdos y rezos de viejas, Conde de
Barajas, Molviedro, albores del Museo. Cara oscura, tiznada,
que te hace pensar en el nombre familiar con que los
costaleros del muelle lo nombraban, como si fuera, que era,
un compañero más de colla y tinglado, que también cargaba
con su trabajo en la cruz de sus hombros. Cara gastada,
donde las encarnaduras escultóricas parecen salpicones de
barro de un camino de la Amargura que por nosotros hizo tan
dulce de incienso.
Viene a casa un amigo para quien también Sevilla es un sueño
a los pies de este Señor. Le enseño el tarjetón indultado.
La fuerza de esa mirada perdida. La contempla con igual
emoción que si ahora mismo estuviera dando su zancada ante
nosotros, sobre un paso racheado. Le sale del corazón lo que
me dice:
-¿Y esta cara me la van a cambiar, me la van a emblanquecer?
Observa el amigo la nariz del Señor y me hace ver lo gastada
que está. Me pregunta cómo se le puede gastar la cara al
Señor. Le digo:
-Pues como el contemplado mar de Pedro Salinas: «De mirarte
tanto y tanto...» Al Señor le tienen gastada la cara los
sevillanos, de tanto mirarlo para rezarle y pedirle
mercedes.
Los sevillanos le tenemos gastada la cara al Señor de tanto
darle gracias, camino de San Lorenzo que no cría yerba. Mi
amigo y yo nos quedamos los dos en silencio, mirando la cara
del Señor y temiendo que nos lo pongan a lo Corbusier, como
cuando las catedrales eran blancas.
Y como el atardecer se ha metido en cera de tinieblas y luz
de poesía, me dice un verso de Juan Ramón: «No la toques ya
más, que así es la rosa». La rosa, no: el clavel, le digo. Y
cuando le cito a García Lorca es como si le cantara una
saeta a la cara del Señor en el tarjetón: «Cristo que
pasa/de lirio de Judea/a clavel de España». No lo toques ya
más, que así es este lirio de Judea, clavel de Sevilla.
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