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Quizá
hayan escuchado muchas veces la sevillana del siglo XVIII.
En una placa de pizarra, con el acompañamiento de un piano
de la Residencia de Estudiantes cuyo teclado es como la
misma contagiante sonrisa de García Lorca, la argéntea voz
de La Argentinita canta como con los saltitos de las
boleras: «La Macarena y todo/lo traigo andado,/cara como la
tuya/no la he encontrado.» Al modo de la vieja sevillana,
digo hoy que Bond Street, y New Bond Street, y Oxford Street,
y Jermyn Street, y Londres todo lo traigo andado, y un
comercio más inglés que El Cronómetro de la calle Sierpes no
lo he encontrado.
Ni nunca pasé por delante de los seis relojes de su fachada
con tanta pena dentro como ayer por la mañana. Como decían
los ripios de papelón de pescado frito del Poeta Peroles:
«Caminaba yo despacio/ por la calle San Acasio...» Venía por
San Acasio con unos amigos y con el recuerdo de otro que se
fue: el escritor Manuel Díez Crespo. Quien me enseñó que se
escribía Palacio Central y que ahora se escribe Mango, pero
que en la memoria de Sevilla se sigue pronunciando Kursaal
Internacional, como lo pronunció el alcalde, bajo una luz de
Velázquez con victoria peatonal del general O´Donnell. Allí,
delante del Kursaal Internacional donde debutó y donde
enamoraría necesariamente a un marajá de Kapurtala y a media
docena de archiduques austrohúngaros, de hondos como el mar
del trigo verde de Rafael de León que eran sus ojos,
habíamos visto alzarse definitivamente en bronce, bronce de
campana, bronce de capote de Gitanillo, los brazos de
Pastora Imperio en su monumento.
Y al salir de San Acasio a Sierpes, lo que por mucho Londres
que anduve nunca encontré tan inglés: la relojería de don
Enrique Sanchís. Sus cierres estaban echados.
Pintarraqueados por la ciudad degradada y degradante. En El
Cronómetro, ayer, a la misma hora que estaban enterrando a
su dueño, a aquel lord inglés de la Orden de la Jarretera de
Sierpes, su comercio le guardaba un luto de cierres echados.
No hacía falta el letrero de defunción. Los seis relojes de
la fachada entonaban la elegía del viejo maestro relojero,
del caballero de la Maestranza de Sierpes. Mágicos seis
relojes, seis, de la fachada de Sanchís. En cualquier otro
lugar del mundo, cada uno de ellos marcaría un huso horario
distinto: que si la hora de Tokio, que si la de Nueva York.
En Sierpes, don Enrique Sanchís no podía haber puesto más en
punto sus seis relojes. Los seis marcan la misma hora. Seis
meridianos de nuestro mundo. El mundo que cabe en un minuto
de vida de Sevilla.
Y a los seis les adiviné la sonería del carillón de la
memoria. Tic tac de ánimas por un relojero difunto. Dobla el
Big Ben del silencio su muerte, en el trozo del más
tradicional Londres que había conservado en Sierpes contra
viento y marea, escribiendo cartas a Suiza en su máquina
Royal. Los seis relojes de la fachada y los cientos de
cantones suizos que guardaban el luto tras los cierres
echados marcaban la misma hora: la de la Sevilla que se nos
va. La que en casa de mis padres marcaba aquel reloj que
procedía del Hotel Royal y cuya caja decían decorada por
Bacarisas. Como el reloj de la infancia de Rafael Montesinos
ponía en latín que los años corren irreparables, el de mi
casa de niño llevaba en su esfera el nombre de este
caballero del comercio por el que ahora guardan luto de
minuteros seis esferas en la calle Sierpes, como seis bolas
del mundo, como seis ruedos esmaltados con la verdad del
albero de la vida y de la muerte: Enrique Sanchís.
Cuando ayer pasé por un Cronómetro de funerales cierres
echados, seis esferas me estaban diciendo que en los relojes
de don Enrique Sanchís seguía siendo la misma hora de toda
su admirable vida de trabajo de señor del comercio: Sevilla
en punto.
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