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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Big Ben por un relojero difunto

Quizá hayan escuchado muchas veces la sevillana del siglo XVIII. En una placa de pizarra, con el acompañamiento de un piano de la Residencia de Estudiantes cuyo teclado es como la misma contagiante sonrisa de García Lorca, la argéntea voz de La Argentinita canta como con los saltitos de las boleras: «La Macarena y todo/lo traigo andado,/cara como la tuya/no la he encontrado.» Al modo de la vieja sevillana, digo hoy que Bond Street, y New Bond Street, y Oxford Street, y Jermyn Street, y Londres todo lo traigo andado, y un comercio más inglés que El Cronómetro de la calle Sierpes no lo he encontrado.

Ni nunca pasé por delante de los seis relojes de su fachada con tanta pena dentro como ayer por la mañana. Como decían los ripios de papelón de pescado frito del Poeta Peroles: «Caminaba yo despacio/ por la calle San Acasio...» Venía por San Acasio con unos amigos y con el recuerdo de otro que se fue: el escritor Manuel Díez Crespo. Quien me enseñó que se escribía Palacio Central y que ahora se escribe Mango, pero que en la memoria de Sevilla se sigue pronunciando Kursaal Internacional, como lo pronunció el alcalde, bajo una luz de Velázquez con victoria peatonal del general O´Donnell. Allí, delante del Kursaal Internacional donde debutó y donde enamoraría necesariamente a un marajá de Kapurtala y a media docena de archiduques austrohúngaros, de hondos como el mar del trigo verde de Rafael de León que eran sus ojos, habíamos visto alzarse definitivamente en bronce, bronce de campana, bronce de capote de Gitanillo, los brazos de Pastora Imperio en su monumento.

Y al salir de San Acasio a Sierpes, lo que por mucho Londres que anduve nunca encontré tan inglés: la relojería de don Enrique Sanchís. Sus cierres estaban echados. Pintarraqueados por la ciudad degradada y degradante. En El Cronómetro, ayer, a la misma hora que estaban enterrando a su dueño, a aquel lord inglés de la Orden de la Jarretera de Sierpes, su comercio le guardaba un luto de cierres echados. No hacía falta el letrero de defunción. Los seis relojes de la fachada entonaban la elegía del viejo maestro relojero, del caballero de la Maestranza de Sierpes. Mágicos seis relojes, seis, de la fachada de Sanchís. En cualquier otro lugar del mundo, cada uno de ellos marcaría un huso horario distinto: que si la hora de Tokio, que si la de Nueva York. En Sierpes, don Enrique Sanchís no podía haber puesto más en punto sus seis relojes. Los seis marcan la misma hora. Seis meridianos de nuestro mundo. El mundo que cabe en un minuto de vida de Sevilla.

Y a los seis les adiviné la sonería del carillón de la memoria. Tic tac de ánimas por un relojero difunto. Dobla el Big Ben del silencio su muerte, en el trozo del más tradicional Londres que había conservado en Sierpes contra viento y marea, escribiendo cartas a Suiza en su máquina Royal. Los seis relojes de la fachada y los cientos de cantones suizos que guardaban el luto tras los cierres echados marcaban la misma hora: la de la Sevilla que se nos va. La que en casa de mis padres marcaba aquel reloj que procedía del Hotel Royal y cuya caja decían decorada por Bacarisas. Como el reloj de la infancia de Rafael Montesinos ponía en latín que los años corren irreparables, el de mi casa de niño llevaba en su esfera el nombre de este caballero del comercio por el que ahora guardan luto de minuteros seis esferas en la calle Sierpes, como seis bolas del mundo, como seis ruedos esmaltados con la verdad del albero de la vida y de la muerte: Enrique Sanchís.

Cuando ayer pasé por un Cronómetro de funerales cierres echados, seis esferas me estaban diciendo que en los relojes de don Enrique Sanchís seguía siendo la misma hora de toda su admirable vida de trabajo de señor del comercio: Sevilla en punto.




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