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Lo
que hace el famoseo de la tele. A Ricardo Bofill, el
arquitecto que nos iban a meter como comisario de la Expo
del 92, heraldo de la modernidad, icono del progreso, no lo
conoce el público por sus obras, sus premios, su prestigio,
sino como el padre de Bofilín. Bofilín es una especie de
hombre-orquesta de la prensa del corazón, que lo mismo
dirige una película que participa en una tertulia sobre lo
que sea; que igual enamora a una famosa hembra sin más
profesión conocida que la de hija de su padre, que aparece
una y otra vez por la suprema razón de estos personajes:
salen mucho en las revistas porque salen mucho en las
revistas.
El padre de Bofilín ha vuelto a Sevilla con todos los
honores. A presidir un jurado nombrado por la Universidad
Hispalense para decidir acerca de una biblioteca que quieren
construir en el Prado de San Sebastián, que a este paso será
el Prado de San Yaestabién de ponerle tantas tonterías.
Cuando nos creíamos que nos habíamos librado en El Prado del
edificio que la alcaldesa Soledad Becerril le encargó a su
amiguito Moneo, zas, nos meten doblada en el mismo sitio
otra modernidad en forma de caja de zapatos de Carmelo
Orozco puesta así como en rampa. «Escultórica» dicen. El
jurado premia la obra de una arquitecta que más
políticamente correcta no puede ser: mujer, iraquí, quién
sabe si hasta de fe musulmana. Vamos, mezquita de Los
Bermejales total.
Lo más curioso es que dan por construido ese edificio en
pleno Prado. Como si Urbanismo ya lo hubiera aprobado. Como
si Patrimonio se hubiera ya pronunciado. Lo he dicho muchas
veces: usted quiere convertir en cuarto para los niños un
antiguo lavadero de la azotea, pero no puede, porque
Patrimonio dice que nanai, y si lo hace, lo descubren por la
foto del satélite chivato, lo tiene que derribar, y multa al
canto. Pero en cambio, en un conjunto monumental como
Sevilla, junto a jardines históricos como el Parque y San
Telmo, pueden ponerse todas las arquitectónicas cajas de
zapatos que tengan por conveniente los presididos por el
padre de Bofilín. Pasa como con los árboles. A los dueños de
los chalés de La Palmera, Medio Ambiente les cuenta los
árboles para que no corten ni uno. Pero el Ayuntamiento
puede talar todo el arbolado público que le venga en gana, y
no pasa nada.
En el franquismo, Castilla del Pino publicó en «Triunfo» un
artículo antológico, en defensa del patrimonio monumental de
Córdoba. Como con lo de Juan Belmonte, decía: «Vengan
urgentemente a ver Córdoba, antes que la destruyan». Los
correligionarios de Castilla del Pino están ahora
absolutamente callados con lo que están haciendo con
Sevilla, aunque haya que apresurarse a verla antes de que se
la carguen del todo. Es más: ellos mismos, instalados ahora
en el poder, son los autores, cómplices y encubridores de la
destrucción. Muchos de éstos, hace veinticinco años, estaban
en Adelpha como meteorólogos de los cielos que perdimos. La
presencia de Bofill en todo esto es la mejor metáfora. Están
metiendo en plena ciudad histórica la estética de la Expo.
Están llenando Sevilla de obras arquitectónicas que son como
«ninots indultats» de aquella etapa del pelotazo. Los
parasoles de la Encarnación, ¿qué son, sino pérgolas de la
Expo a lo bestia? Esta biblioteca del Prado, ¿no es como el
pabellón de Francia? La noria, ¿no es 92 total?
Y al final, pero no lo último, el mal ejemplo de la
Universidad. Se ha repetido hasta la saciedad que fue un
catedrático de Historia del Arte, Hernández Díaz, el que
como alcalde se cargó El Duque y autorizó que derribaran
media Sevilla. El hernandezdiísmo sigue. Esa misma
Universidad que debería preservar los supremos valores
culturales e históricos de la ciudad es la que ahora nos
mete la Expo en El Prado. Y hasta con padre de Bofilín
incluido, para que se saque la espina del comisario que pudo
haber sido y no fue.
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