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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La Expo llega al Prado

Lo que hace el famoseo de la tele. A Ricardo Bofill, el arquitecto que nos iban a meter como comisario de la Expo del 92, heraldo de la modernidad, icono del progreso, no lo conoce el público por sus obras, sus premios, su prestigio, sino como el padre de Bofilín. Bofilín es una especie de hombre-orquesta de la prensa del corazón, que lo mismo dirige una película que participa en una tertulia sobre lo que sea; que igual enamora a una famosa hembra sin más profesión conocida que la de hija de su padre, que aparece una y otra vez por la suprema razón de estos personajes: salen mucho en las revistas porque salen mucho en las revistas.

El padre de Bofilín ha vuelto a Sevilla con todos los honores. A presidir un jurado nombrado por la Universidad Hispalense para decidir acerca de una biblioteca que quieren construir en el Prado de San Sebastián, que a este paso será el Prado de San Yaestabién de ponerle tantas tonterías. Cuando nos creíamos que nos habíamos librado en El Prado del edificio que la alcaldesa Soledad Becerril le encargó a su amiguito Moneo, zas, nos meten doblada en el mismo sitio otra modernidad en forma de caja de zapatos de Carmelo Orozco puesta así como en rampa. «Escultórica» dicen. El jurado premia la obra de una arquitecta que más políticamente correcta no puede ser: mujer, iraquí, quién sabe si hasta de fe musulmana. Vamos, mezquita de Los Bermejales total.

Lo más curioso es que dan por construido ese edificio en pleno Prado. Como si Urbanismo ya lo hubiera aprobado. Como si Patrimonio se hubiera ya pronunciado. Lo he dicho muchas veces: usted quiere convertir en cuarto para los niños un antiguo lavadero de la azotea, pero no puede, porque Patrimonio dice que nanai, y si lo hace, lo descubren por la foto del satélite chivato, lo tiene que derribar, y multa al canto. Pero en cambio, en un conjunto monumental como Sevilla, junto a jardines históricos como el Parque y San Telmo, pueden ponerse todas las arquitectónicas cajas de zapatos que tengan por conveniente los presididos por el padre de Bofilín. Pasa como con los árboles. A los dueños de los chalés de La Palmera, Medio Ambiente les cuenta los árboles para que no corten ni uno. Pero el Ayuntamiento puede talar todo el arbolado público que le venga en gana, y no pasa nada.

En el franquismo, Castilla del Pino publicó en «Triunfo» un artículo antológico, en defensa del patrimonio monumental de Córdoba. Como con lo de Juan Belmonte, decía: «Vengan urgentemente a ver Córdoba, antes que la destruyan». Los correligionarios de Castilla del Pino están ahora absolutamente callados con lo que están haciendo con Sevilla, aunque haya que apresurarse a verla antes de que se la carguen del todo. Es más: ellos mismos, instalados ahora en el poder, son los autores, cómplices y encubridores de la destrucción. Muchos de éstos, hace veinticinco años, estaban en Adelpha como meteorólogos de los cielos que perdimos. La presencia de Bofill en todo esto es la mejor metáfora. Están metiendo en plena ciudad histórica la estética de la Expo. Están llenando Sevilla de obras arquitectónicas que son como «ninots indultats» de aquella etapa del pelotazo. Los parasoles de la Encarnación, ¿qué son, sino pérgolas de la Expo a lo bestia? Esta biblioteca del Prado, ¿no es como el pabellón de Francia? La noria, ¿no es 92 total?

Y al final, pero no lo último, el mal ejemplo de la Universidad. Se ha repetido hasta la saciedad que fue un catedrático de Historia del Arte, Hernández Díaz, el que como alcalde se cargó El Duque y autorizó que derribaran media Sevilla. El hernandezdiísmo sigue. Esa misma Universidad que debería preservar los supremos valores culturales e históricos de la ciudad es la que ahora nos mete la Expo en El Prado. Y hasta con padre de Bofilín incluido, para que se saque la espina del comisario que pudo haber sido y no fue.




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