El
tabernero clásico se seca en el blanco mandilón las nobles
manos de despachar y le dice al camarero, señalando a unos
clientes que hacen tertulia al final de la barra:
—A ver si aquellos señores
han terminado ya con el periódico y me lo traes...
Y se lo traen. Y lo abre por
una página que sabe dónde está. Y teniéndola delante, me
dice:
—¿Tú te acuerdas cuando en
todos los bares de Sevilla se recitaban las tapas en vez
de darlas de impresora dentro de un plástico?
—Sí, hombre, había camareros
que eran como rapsodas de la ensaladilla y los calamares a
la riojana. Cogían aire, como un buceador, y te largaban
del tirón, sin respirar, el recitativo fantasía de la
salmodia enterita.
—Eso, eso, salmodia. Para mí
que era un resto del tiempo de los moros. Era como el
jámala, jámala del muecín en lo alto del minarete.
—Como que yo creo que los
moros hicieron la Giralda para que el Moro Juan se subiera
allí a recitar las tapas.
—Tapas moras, naturalmente:
«Tenemos las albóndigas, los alcauciles, los
altramuces...»
El viejo tabernero volvió a
mirar el periódico que tenía en la mano, y me dijo, con
cara de duda:
—¡Pues cualquiera tiene
cojones de recitar ahora las tapas de la nueva cocina!
¿Has visto la que ha ganado en este concurso de tapas?
No la había visto, y me la
leyó. Le han dado el premio de la mejor tapa sevillana a
una que requiere los honores de un punto y aparte:
«Peras al vino tinto
rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone a la
grasa».
—¿Eh, cómo se te queda el
cuerpo? —me dijo el tabernero, tras leerme el nombre de la
tapa sevillanísima por las que hilan, elaborada por un
restaurante de platos cuadrados.
—¿Cómo se me va a quedar?
Perfectamente en caja. Esto es lo que hay. Esta es la
Sevilla que tenemos, la que promueven desde el
Ayuntamiento, a la que nunca acusan de carca ni de rancia.
La acomplejada Sevilla que anda pidiendo permiso por serlo
y buscando la coartada de la universalidad. A Sevilla, a
ver si te enteras, le da vergüenza de lo suyo propio, para
que no la acusen de cateta. Aquí los catalanes y los
vascos venga a sacar tajada defendiendo lo propio, sin que
nadie se atreva a abrir la boca, y mientras nosotros
disimulando lo que somos por todos los medios a nuestro
alcance. Las peras al vino tinto rellenas de foie gras,
aceite de vainilla y panetone a la grasa son, al cambio,
como los parasoles de la Encarnación. Como el edificio de
la biblioteca universitaria en el Prado. Como la noria de
los cojones. Como el destrozo del palacio de San Telmo,
mira los torreones, que un moderno lo está vaciando por
dentro enterito, sin que nadie diga nada, no vaya a ser
que lo acusen de retrógrado. Estamos en una Sevilla que le
pides peras a la Virgen del Corral de los Olmos y te las
da, no le vayan a decir que es una cateta. Y donde en vez
del adobo de Blanco Cerrillo, nos rendimos ante la
modernidad y el progreso de la memez de las peras al vino
tinto rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone
a la grasa.
—Pues yo no me imagino a
aquellos camareros de Casa de la Viuda recitando las
tapas, y diciendo: «Tenemos las peras al vino tinto
rellenas de foie gras, aceite de vainilla y panetone a la
grasa...»
—Les hubieran respondido:
«¡Tu padre por si acaso!»