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Luego
vinieron los funerales catedralicios, con políticos
presidiendo y homilías arzobispales, los comunicados de
condena, la repulsa desde la democracia, las manifestaciones
en silencio, cuando ya todos nos atrevimos a llamar a la ETA
por su nombre y asesinos a sus pistoleros. Pero en aquel
tiempo llegaban vergonzantemente a una apartada pista del
aeropuerto de San Pablo aviones del Ejército del Aire que
habían despegado de Sondica, y que traían un ataúd cubierto
por la bandera de España. Por España, asesinado por la ETA,
había muerto aquel joven guardia civil de un pueblo de la
marisma; aquel muchacho de una aldea del Andévalo que había
ganado las oposiciones a policía nacional; aquel cabo
primero del Ejército de la sierra de Cádiz que pensaba ir a
la Academia de Suboficiales de Talern.
Cuando el avión con ese caído por España y sus libertades
tomaba tierra, en el aeropuerto había una autoridad de
cuarta fila, un enviado del Gobierno Civil, quizá alguien
con estrellas en la bocamanga. Y estaba, eso siempre, el
vestido negro de una madre, que recordaba el mantón de luto
de la suya en aquellos otros tiempos en que también llegaban
al pueblo muchachos jóvenes muertos en el frente. Y estaban,
eso siempre, las lágrimas de hombre de un padre, que no
tenía reparo en secárselas con un blanco pañuelo de campo,
de trabajo, de honradez, de dignidad. Y estaba una familia
destrozada, que pensaba en aquellos niños chicos que habían
quedado en el pueblo, ajenos a todo, al cuidado de unas
vecinas, en las calles donde doblaban las campanas de la
torre de la iglesia cuando, al atardecer, antes que cerraran
el cementerio, llegaban esos silenciosos ataúdes que habían
traído hasta San Pablo en un avión militar, que nadie quería
mirar, ante los que nadie quería rezar: las cajas de muertos
de los caídos por España a manos de los asesinos de la ETA.
Ayer, en San Sebastián, un alcalde incalificable escanciaba
champán de victoria sobre unas copas, con las que brindaban
luego los que siempre estuvieron más cerca de los verdugos
que de estas anónimas víctimas humildes, con cuya sangre
algunos amasaron los cimientos de una inventada nación, en
una tierra donde no hay otra que la de España. Y con el
cinismo habitual, ese alcalde dijo que brindaban por «los
ausentes involuntarios». «Los ausentes involuntarios», ya
sabe usted, son esos guardias civiles andaluces, esos
policías nacionales de nuestros pueblos de paz y esperanza,
esos militares de la tierra que más alto precio pagó para
que pudiera hacerse ante los asesinos esta claudicación a la
que llaman cínicamente «proceso de paz». Molestan, molestan
en esta hora las víctimas. Molestan estos caídos de los
ataúdes del aeropuerto, que ni ante Dios ni ante sus
familias serán héroes anónimos. Como molestan los que luego,
cambiados los tiempos, con homilías arzobispales, ya unidos
todos frente al enemigo de la libertad, conocimos por sus
nombres: Alberto, Ascen, Antonio, Luis...
Como en un verso de Bécquer, qué triste la alegría de esta
hora. ¡A buenas horas, mangas verdes, esta unión entre todos
los partidos para acabar con la ETA! Qué tarde esa unidad de
esperanza que incrédulamente veíamos escenificada en un
Congreso de los Diputados donde reside la soberanía nacional
que quizá haya sido ya vendida a trozos, por los virtuosos
de la claudicación ante los terroristas. Que aunque siguen
siendo tan asesinos como antier, abren ahora los telediarios
con sus capuchas emboinadas; vamos, como si fuera el mensaje
del Rey por Navidad. «Alto el fuego» celebran todos los que
se olvidaron de aquellos ataúdes del aeropuerto. «Alto el
fuego» es lo que ordenan los atacantes cuando los cercados
resistentes se rinden y no disparan. Ojalá sea todo verdad y
no otro engaño. ¿Cómo no vamos a querer acabar con la ETA?
Ojalá hayamos acabado con la ETA y no haya sido al revés:
que la ETA haya acabado con esta España en libertad que
tanta sangre y tanto dolor nos ha costado.
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