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Los
viejos aficionados cuentan una historia preciosa de la
alternativa de Manolete en la plaza de Sevilla, el 2 de
julio de 1939, recién terminada la guerra civil en la que
había andado de soldado nacional por el frente de Córdoba.
La alternativa se la dio a Manolete el gran Chicuelo, con
Gitanillo de Triana de testigo. Celebrada la ceremonia,
estaban en el burladero de capotes los dos artistazos de las
dos orillas sevillanas del toreo, Triana y la Alameda,
mirando cómo aquel muchacho cordobés desgarbado y
larguirucho cuajaba a «Mirador», el toro de Clemente Tassara
cuya lidia le había cedido Chicuelo tras entregarle los
tratos doctorales de matador. Y viendo cómo venía arreando
Manolete, cómo rompía los esquemas, cómo la gente se partía
las manos aplaudiendo, dijo Gitanillo a Chicuelo:
-Manuel, éste es capaz de ponernos a trabajar a los dos...
A trabajar... A los albañiles, vamos. Gitanillo entendía que
eso de torear no es trabajar. En Andalucía siempre hemos
tenido claro que el arte no es un trabajo, sino una forma de
evadirse de la maldición bíblica. Cualquier artista de
cualquier disciplina, sin saberlo, desarrolla en el
ejercicio de sus facultades y de su inspiración la teoría
juanramoniana del trabajo gustoso. El arte es un trabajo
gustoso. Por tanto, no puede ser un trabajo. Para el
artista, trabajo es sudar, poner ladrillos, llenar planillas
en la oficina, descargar sacos de cemento en el muelle.
Torear, cantar, pintar, esculpir crucificados, tocar la
guitarra, bailar, recitar versos no es trabajo. Son
actividades privilegiadas de afortunados, como para
preguntarle a Dios al dar de mano al cabo de la jornada:
-Tú me dirás, Dios mío, qué se debe aquí...
Rocío Jurado tiene ese sentido andaluz del trabajo gustoso.
Del trabajo bien hecho. De la perfección. No lo sabe la
gente, pero el compositor Manuel Alejandro me dijo que este
último arrechucho malo le sobrevino a Rocío por el esfuerzo
que había hecho tras la memorable gala de TVE. No por la
gala en sí, sino porque, emitido ya el recital, como iban a
sacar un disco con las canciones a dúo que había cantado, no
le gustaba cómo habían quedado algunos temas. Y como si
tuviera dieciocho años y fuera el primer disco que grabara,
en el perfeccionismo de su trabajo se metió en un estudio,
dale que te pego, a perfilar una frase musical y otra, a
repetir un verso que no le gustaba, a reforzar con una nueva
pista un remate que le parecía desangelado a la que derrocha
ángel. Y todo esto, además, como si no trabajara. Cuando
Rocío se pone a cantar, para los pulsos de los que la oyen,
pero a ella se le paran los relojes. Cuanto más canta, mejor
canta. El Teatro Pemán de Cádiz, al relente, con la humedad
caletera de la madrugada, es testigo de tantas noches de
jazmines en las que a las 3 de la mañana ha terminado
cantando mucho mejor que empezó con la primera copla a las
12 de la noche.
A Rocío le ocurrió con el arte lo contrario que presentía
Gitanillo cuando vio a Manolete: que el arte que derrochaba
la puso a trabajar, a ella, no a las otras artistas. A
trabajar por los demás. Rocío está muy trabajada.
Derrochando arte, no ha hecho otra cosa en su vida que
trabajar. Le llamo trabajar no a cantar soberanamente, sino
a darse por los demás, por los suyos, por su pueblo, por su
gente, por su familia, por sus amigos, por sus maestros. Por
su arte. Ahí sí que también Rocío se hartado de trabajar,
haciendo feliz a la gente.
Por eso es tan justa esta Medalla de Oro del Trabajo con la
que su España, rojo clavel del dolor y de la lucha, le ha
dado la bienvenida, a su vuelta de Houston. Conozco ese oro.
Es el oro de ley del corazón de Rocío, tan esforzada
trabajadora de la felicidad ajena como desprendida artista
de la suprema belleza de su voz.
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