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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Rocío o el arte del trabajo

Los viejos aficionados cuentan una historia preciosa de la alternativa de Manolete en la plaza de Sevilla, el 2 de julio de 1939, recién terminada la guerra civil en la que había andado de soldado nacional por el frente de Córdoba. La alternativa se la dio a Manolete el gran Chicuelo, con Gitanillo de Triana de testigo. Celebrada la ceremonia, estaban en el burladero de capotes los dos artistazos de las dos orillas sevillanas del toreo, Triana y la Alameda, mirando cómo aquel muchacho cordobés desgarbado y larguirucho cuajaba a «Mirador», el toro de Clemente Tassara cuya lidia le había cedido Chicuelo tras entregarle los tratos doctorales de matador. Y viendo cómo venía arreando Manolete, cómo rompía los esquemas, cómo la gente se partía las manos aplaudiendo, dijo Gitanillo a Chicuelo:

-Manuel, éste es capaz de ponernos a trabajar a los dos...

A trabajar... A los albañiles, vamos. Gitanillo entendía que eso de torear no es trabajar. En Andalucía siempre hemos tenido claro que el arte no es un trabajo, sino una forma de evadirse de la maldición bíblica. Cualquier artista de cualquier disciplina, sin saberlo, desarrolla en el ejercicio de sus facultades y de su inspiración la teoría juanramoniana del trabajo gustoso. El arte es un trabajo gustoso. Por tanto, no puede ser un trabajo. Para el artista, trabajo es sudar, poner ladrillos, llenar planillas en la oficina, descargar sacos de cemento en el muelle. Torear, cantar, pintar, esculpir crucificados, tocar la guitarra, bailar, recitar versos no es trabajo. Son actividades privilegiadas de afortunados, como para preguntarle a Dios al dar de mano al cabo de la jornada:

-Tú me dirás, Dios mío, qué se debe aquí...

Rocío Jurado tiene ese sentido andaluz del trabajo gustoso. Del trabajo bien hecho. De la perfección. No lo sabe la gente, pero el compositor Manuel Alejandro me dijo que este último arrechucho malo le sobrevino a Rocío por el esfuerzo que había hecho tras la memorable gala de TVE. No por la gala en sí, sino porque, emitido ya el recital, como iban a sacar un disco con las canciones a dúo que había cantado, no le gustaba cómo habían quedado algunos temas. Y como si tuviera dieciocho años y fuera el primer disco que grabara, en el perfeccionismo de su trabajo se metió en un estudio, dale que te pego, a perfilar una frase musical y otra, a repetir un verso que no le gustaba, a reforzar con una nueva pista un remate que le parecía desangelado a la que derrocha ángel. Y todo esto, además, como si no trabajara. Cuando Rocío se pone a cantar, para los pulsos de los que la oyen, pero a ella se le paran los relojes. Cuanto más canta, mejor canta. El Teatro Pemán de Cádiz, al relente, con la humedad caletera de la madrugada, es testigo de tantas noches de jazmines en las que a las 3 de la mañana ha terminado cantando mucho mejor que empezó con la primera copla a las 12 de la noche.

A Rocío le ocurrió con el arte lo contrario que presentía Gitanillo cuando vio a Manolete: que el arte que derrochaba la puso a trabajar, a ella, no a las otras artistas. A trabajar por los demás. Rocío está muy trabajada. Derrochando arte, no ha hecho otra cosa en su vida que trabajar. Le llamo trabajar no a cantar soberanamente, sino a darse por los demás, por los suyos, por su pueblo, por su gente, por su familia, por sus amigos, por sus maestros. Por su arte. Ahí sí que también Rocío se hartado de trabajar, haciendo feliz a la gente.

Por eso es tan justa esta Medalla de Oro del Trabajo con la que su España, rojo clavel del dolor y de la lucha, le ha dado la bienvenida, a su vuelta de Houston. Conozco ese oro. Es el oro de ley del corazón de Rocío, tan esforzada trabajadora de la felicidad ajena como desprendida artista de la suprema belleza de su voz.


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