La
magdalena de Proust es para nosotros una torrija. La
torrija que llega a casa tiene algo de visita domiciliaria
del primer nazareno. Es el 061 de las urgencias de las
esencias. El Seur 10 que nos trae la primavera: firme
usted aquí y déme su DNI. Y le damos el DNI que Sevilla
enseña en el carné de identidad de la cara de poniente de
su Giralda: «Nomen DNI».
Este año el Miércoles de Ceniza fue la ausencia de unas
torrijas rituales. Me las mandaba el maestro confitero don
Luis Ochoa Jiménez (q.s.G.g.). Eran siete palabras del
Cristo de las Mieles que te explicaban qué es Sevilla.
Este año las torrijas me han llegado más tarde. Me las ha
traído la misma amiga que un día de junio me llegó con la
primera magnolia que había encontrado por la ribera del
río donde los hermanos del Silencio cortan el azahar para
la Virgen de la Concepción. Una magnolia de junio o una
torrija de estas vísperas que se van como agua entre las
manos son, al fin y al cabo, lo mismo: memoria de Sevilla,
recuerdo de una nostalgia.
La ciudad está sosegada y en calma, en la dulce mar de un
plato de torrijas. Te anuncia el aire que Sevilla está ya
a la sombra de los naranjos en flor. Las flores de esos
naranjos, ¿te anuncian lo que va a llegar o te recuerdan
lo que has perdido? ¿O te entregan el certificado, firme
usted aquí, de que te vas a hacer la ilusión del eterno
retorno? Noche de la Ilusión llaman a la del 5 de enero.
Error de amor en el almanaque. Las noches de la ilusión
son todas estas de las Vísperas del Gozo. Ocurre que los
zapatitos para poner en el balcón abierto a la primavera
no llegaran hasta que los estrenemos el Domingo de Ramos.
Pero en esos zapatos nos dejarán los Reyes, San Fernando,
Alfonso el Sabio y Don Pedro el Cruel, exactamente cuanto
le pedimos: el estreno de los cuatro elementos. El aire de
los naranjos en flor. El agua del cántaro de una cuadrilla
de costaleros. El fuego de la cera ardiente en una
candelería encendida. Y la tierra: el albero nuevo de las
plazoletas.
Van llegando los cuatro elementos muy poquito a poco.
Sobre los pies. Pasas por los Jardines de Cristina y ves
azacaneo de volquetes y carretillas. El clarín de esta luz
de la primavera anuncia que el albero de Alcalá ha llegado
a Sevilla. A la poca Sevilla de tierra fecundada que le
han dejado en sus jardines y plazoletas. Qué dura es la
realidad de las plazas duras. Y qué blando y dulce el
recuerdo en los jardines y plazoletas de albero. A
paletadas están echando el albero en el Cristina. El reloj
de arena de Sevilla echa albero sobre tu infancia. Le
abrazas el talle a ese reloj de arena, como el poeta dijo,
para que no pase el tiempo. Echan albero junto a los
mismos arriates de arrayán de las amarillas fotos de
criadas con almidonados delantales, soldados del cuartel
del Duque y niños de trompo y piola. Vuelves a ser ese
niño de trompo y piola en El Cristina, con aquellas
criadas, con Leo, la de Las Navas, con María, la de
Montemolín: Y repías el trompo del tiempo, el mundo en
torno al sol, y te saltas los años a piola, ¡al cielo voy!
A este cielo de una Sevilla de naranjos en flor. Dola,
nique, con culá y espolinique para el dolor de que todo
pasa, de que nada permanece, de que algo vuelve, algo
queda, ran, cataplán, que ya se oyen tambores, chero,
tachero, que tintinean las bambalinas de un palio.
Y sigues por el Paseo Colón, y el agüita del río también
parece nueva. ¡Anda que no es novelera! Ya está cogiendo
sitio para ver atardecer al Cachorro sobre el puente. Y en
los jardines de los años irreparables, el azul esmalte del
rótulo firma esta luz como un poema: «Rafael Montesinos».
A sus jardines también están echándoles una manita de
albero. A todos, en estas Vísperas del Gozo, nos echan en
el alma una manita de albero que nos vuelve niños:
nazareno, una hebilla menos, un año más. Ni más ni menos.
Mañara y Valdés Leal van de pareja nombrada en La Quinta
Angustia.