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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El señor que hablaba con los toros

Era un inmemorial del mundo del toro. Jefe de una de sus grandes casas. Respetado por todos. Como en la realeza están la Casa de Hannover y la Casa de Borbón, en el toro, la Casa Camará, la más vieja estirpe reinante. Manuel Flores Cubero servía a la nobleza que obliga esa supremacía, depositario de esos derechos dinásticos, un imperio de recuerdos de grandezas del toreo en los que no se ponía el sol del pasodoble «Manolete», de Córdoba a Valencia, de la Monumental de Madrid a la de México. Si Camará padre, el que inventó a Manolete y acuñó la figura actual del apoderado, popularizó las gafas que se llamaron manoletinas, fue para no deslumbrarse al comprobar que en su imperio de contratos no se ponía el sol. Y Manolo Camará, su hijo, hombre tan de su tiempo, las cambió por unas gafas graduadas de grandes cristales ahumados. Eran una vidriera panorámica para contemplar las maravillas que le había tocado vivir y ante las que nunca esnortó sus valores. Manolo supo pasar del «Dígame» de K-Hito a la pantalla de Internet de Mundotoro, para ver ilusionado las reseñas de Cayetano.

Manuel Flores Cubero tenía por escudo de las grandezas populares de su Casa Camará un chiste. Un dibujo de «Tropezones», de Domingo Wasaldúa, en el desaparecido diario «Sevilla». Dos albañiles sentados a la hora del almuerzo en la obra, con sus canastos y sus fiambreras, mantenían el diálogo que Camará ponía como ejemplo de cuanto su casa fue en la España de Manolete, de Paquirri o de Rivera Ordóñez. Le decía un albañil al otro:

-Oye, enhorabuena, porque me he enterado que a tu chiquillo, el que quiere ser torero, lo ha cogido Camará...

Y el padre del torerillo respondía:

-Sí, lo ha cogido Camará: pero ha sido con el coche...

A Manolo Camará lo ha cogido el coche de su tiempo, que tan rabiosamente vivía. El último gran señor del mundo de los negocios taurinos ha tenido una muerte de presidente de gran empresa americana, de artista de Hollywood. Manolo Camará ha muerto en Marbella jugando al golf. Para Manolo, tan torero, el hoyo 15 ha sido el hoyo de las agujas de su vida, que llenó en plenitud su señorío, maduro, sin vejez del toreo. Mantenía el fuego de la memoria de Camará padre, siempre en la charpa de Manolete. En su finca «Las Bernabelas» de Constantina tenía el más preciado museo de Manolete que se conserva. Allí, en el silencio de jara de la sierra, era el depositario hasta de las medallas que Manuel llevaba al cuello cuando lo de Linares.

Sabía tanto de toros, aprendió tanto junto a su padre, que yo creo que hasta hablaba con los toros. Cuando iban a ver una corrida al campo para un torero de su casa, todos la miraban en un instante, vale, ésta pasa, y se iban a la berza y el tinto que daba el ganadero en el caserío. Manolo se quedaba acodado en el hinco de una cerca, mirando a los toros en soledad, tiempo y tiempo. Sabía tanto de toros que hasta los entendía. Mirándolos y venga a mirarlos. Sabía que los toros le hablaban con sus orejas. Si las orejas del 191 estaban pendientes hasta de una mosca, como radares, ¡malo!, si a su torero le sacaban ese número en el papelito del sombrero del sorteo. Pero Manolo sabía que si tenía las orejas gachas, sin moverlas, su torero se las iba a cortar si el papelito le decía que llevaba el 191.

Aprendí de Manolo Camará y de su señorío lo que no hay en los escritos de ese libro sobre la Casa Camará que, ay, ya nunca haremos. Cuando me presentó el de Curro en su Marbella del golf, con su sabiduría cordobesa dijo de mi tartajeo que tenía el habla abelmontada. Hoy, Manolo, el habla se me abelmonta todavía más, porque quiero decirte que en el campo bravo andaluz ya no queda un hombre como tú, que sepa hablar con los toros y darnos en silencio el respetadísimo ejemplo de tu integridad.





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