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Era
un inmemorial del mundo del toro. Jefe de una de sus grandes
casas. Respetado por todos. Como en la realeza están la Casa
de Hannover y la Casa de Borbón, en el toro, la Casa Camará,
la más vieja estirpe reinante. Manuel Flores Cubero servía a
la nobleza que obliga esa supremacía, depositario de esos
derechos dinásticos, un imperio de recuerdos de grandezas
del toreo en los que no se ponía el sol del pasodoble «Manolete»,
de Córdoba a Valencia, de la Monumental de Madrid a la de
México. Si Camará padre, el que inventó a Manolete y acuñó
la figura actual del apoderado, popularizó las gafas que se
llamaron manoletinas, fue para no deslumbrarse al comprobar
que en su imperio de contratos no se ponía el sol. Y Manolo
Camará, su hijo, hombre tan de su tiempo, las cambió por
unas gafas graduadas de grandes cristales ahumados. Eran una
vidriera panorámica para contemplar las maravillas que le
había tocado vivir y ante las que nunca esnortó sus valores.
Manolo supo pasar del «Dígame» de K-Hito a la pantalla de
Internet de Mundotoro, para ver ilusionado las reseñas de
Cayetano.
Manuel Flores Cubero tenía por escudo de las grandezas
populares de su Casa Camará un chiste. Un dibujo de
«Tropezones», de Domingo Wasaldúa, en el desaparecido diario
«Sevilla». Dos albañiles sentados a la hora del almuerzo en
la obra, con sus canastos y sus fiambreras, mantenían el
diálogo que Camará ponía como ejemplo de cuanto su casa fue
en la España de Manolete, de Paquirri o de Rivera Ordóñez.
Le decía un albañil al otro:
-Oye, enhorabuena, porque me he enterado que a tu chiquillo,
el que quiere ser torero, lo ha cogido Camará...
Y el padre del torerillo respondía:
-Sí, lo ha cogido Camará: pero ha sido con el coche...
A Manolo Camará lo ha cogido el coche de su tiempo, que tan
rabiosamente vivía. El último gran señor del mundo de los
negocios taurinos ha tenido una muerte de presidente de gran
empresa americana, de artista de Hollywood. Manolo Camará ha
muerto en Marbella jugando al golf. Para Manolo, tan torero,
el hoyo 15 ha sido el hoyo de las agujas de su vida, que
llenó en plenitud su señorío, maduro, sin vejez del toreo.
Mantenía el fuego de la memoria de Camará padre, siempre en
la charpa de Manolete. En su finca «Las Bernabelas» de
Constantina tenía el más preciado museo de Manolete que se
conserva. Allí, en el silencio de jara de la sierra, era el
depositario hasta de las medallas que Manuel llevaba al
cuello cuando lo de Linares.
Sabía tanto de toros, aprendió tanto junto a su padre, que
yo creo que hasta hablaba con los toros. Cuando iban a ver
una corrida al campo para un torero de su casa, todos la
miraban en un instante, vale, ésta pasa, y se iban a la
berza y el tinto que daba el ganadero en el caserío. Manolo
se quedaba acodado en el hinco de una cerca, mirando a los
toros en soledad, tiempo y tiempo. Sabía tanto de toros que
hasta los entendía. Mirándolos y venga a mirarlos. Sabía que
los toros le hablaban con sus orejas. Si las orejas del 191
estaban pendientes hasta de una mosca, como radares, ¡malo!,
si a su torero le sacaban ese número en el papelito del
sombrero del sorteo. Pero Manolo sabía que si tenía las
orejas gachas, sin moverlas, su torero se las iba a cortar
si el papelito le decía que llevaba el 191.
Aprendí de Manolo Camará y de su señorío lo que no hay en
los escritos de ese libro sobre la Casa Camará que, ay, ya
nunca haremos. Cuando me presentó el de Curro en su Marbella
del golf, con su sabiduría cordobesa dijo de mi tartajeo que
tenía el habla abelmontada. Hoy, Manolo, el habla se me
abelmonta todavía más, porque quiero decirte que en el campo
bravo andaluz ya no queda un hombre como tú, que sepa hablar
con los toros y darnos en silencio el respetadísimo ejemplo
de tu integridad.
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