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EN
el abierto mestizaje de la flora de Sevilla, que junto a los
adustos álamos y a los chopos de la ribera del río hizo
suyos los naranjos de la China, y el jazmín de Persia, y la
palmera de Arabia, me parece que este año han florecido
antes dos indianas especies, virreinales, coloniales, que
siempre me recuerdan los galeones de la Flota de la Carrera
de Indias en los que seguro que una vez vinieron sus
primeros esquejes.
Ya están rabiosamente en flor los dos grandes prodigios
morados de la honda primavera de Sevilla: la jacaranda y la
buganvilla. Parece como si este año afirmaran más todavía su
morado de martirio. Su morado penitencial. Florecen las
jacarandas en los jardines y plazoletas, trepan de flores
las buganvillas por tapias de almagra o blancos muros, y es
como si hubieran dejado recuerdos de lejanos días de
naranjos en blanca flor. Como si se hubieran quedado
prendados de Sevilla, prendidos en esas flores, los tonos
morados o azulencos de las túnicas de muchos nazarenos. ¿La
jacaranda proclama un violáceo azul Carretería, o un morado
Valle? ¿O no, es un morado de terciopelo macareno o trianero
de paso de Cristo, sentencia de la primavera, caballo para
galopar hermosuras? ¿Es un morado Quinta Angustia o un azul
Hiniesta el de la jacaranda? ¿Un morado Exaltación o un azul
San Esteban? ¿Un azul Baratillo o un morado de Salud y
Angustias, cabe el propio Jardín del Valle donde florecen? Y
las buganvillas, ¿a qué túnica prejuanmanuelina le pidieron
su morado de ropón antiguo, de cola arrastrando por los
mármoles de la Catedral?
Miro las jacarandas y más que una floración este año me
parecen una rebelión de la belleza del arbolado de Sevilla,
ante el crimen. Este año la jacaranda no florece: se
manifiesta, gritando colores de hermosura. O le guardan el
luto a los plátanos de Indias de la Avenida que cortaron
impunemente, a las palmeras de la Plaza Nueva, el romano
ciprés funeral del atrio de la capillita de la Puerta Jerez,
que han convertido como en patinillo para que Maese Rodrigo
ponga a secar su toga sobre un tendedero de alambre de los
veinte duros.
A Sevilla le están partiendo el alma. Con el hacha
arboricida. La están abriendo en canal. No sé cuánto Sevilla
daba en vivo, porque en canal da toneladas de belleza de
resisten. Sevilla es como esas mujeres que de muchachas han
sido tan guapas que ni la cuesta abajo de los años les resta
hermosura. Vienen los forasteros, ven la belleza de Sevilla
y exclaman:
-¡Lo guapa que ha tenido que ser esta mujer, que está
hermosa a pesar de todo lo que está teniendo que sufrir!
La jacaranda en flor, con su rebeldía, nos evoca ese ideal
de la belleza perdida, de la ciudad pisoteada en su esencia.
Talaron la memoria de los árboles de nuestra niñez, él
paisaje de la adolescencia de novias que pasearon de nuestro
brazo bajo su sombra. Pero no han podido ni podrán cortar la
rebelión de esta belleza de la jacaranda en flor.
O de la humilde buganvilla. Con San Telmo están haciendo
atrocidades los mismos modernos que tanto clamaban contra la
destrucción de la ciudad cuando ellos no estaban en el poder
ni eran los responsables de estas pequeñas muertes de
Sevilla. A San Telmo lo han vaciado, como a una señora con
el zaratán del tumor que le extirpan su propia esencia de
mujer. Eso, vaciado. Nadie protesta, Más que las
buganvillas. Vayan al Paseo de las Delicias, miren las
tapias del destruido Parque de los Montpensier y verán allí
a las buganvillas en manifestación de color y de belleza.
Sobre el muro, entre las rejas rematadas por la flor de lis,
las humildes buganvillas proclaman su morado de martirio
como una resistencia de la belleza perdida.
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