A
ese quiebro inconfundible de su voz, ruiseñor y seise,
malvavisco y almoraduj, unos le llaman trino; otros,
quejío; pellizquito loreño o jipío algunos. Hace mucho que
a ese repeluco inconfundible de darle una media verónica
al acorde del alma de una canción le tengo puesto el
nombre de Gracia Montes. Desde que la vi debutar en el San
Fernando con el último gran espectáculo de la canción
andaluza, y el apagado teatro se venía abajo con el camino
de Santiago que su voz encendía, ay, cógeme, cógeme, con
las estrellitas de la lumbre de tu cigarro. Y hasta a don
José Montoto y González de la Hoyuela se le encendía solo
el sonotone de su pajarita de papel cuando Gracia cantaba:
Y apunta el jipío,
que yo soy de Lora,
de Lora del Río...
Montoto, hermano mayor de
Setefilla, escribía sus pajaritas de papel con las alas
negras de su corbata de lazo y cuando nos dejó, le legó
esas jaulas loreñas a la voz de naranjal y huerto de
Gracia Montes. Para que siguiera haciendo volar las
pajaritas del papel de coplas. Alegrándonos las pajarillas
con su voz. Y así un día y otro día, junto a la ría y la
mar, junto a la ribera y a la cuesta del Montón de Trigo,
delicada Niña de Punta Umbría en la distante soledad de su
señorío del barrio de Los Remedios.
Eso: una señora. Cuando
otras vendieron hasta la partida de nacimiento de un
mariquita azúcar que vivía puerta con puerta en la sala y
alcoba del corral donde nacieron, Gracia Montes fue
siempre la gran señora de sus silencios. Del dolor de los
silencios de amor de su vida. Nunca esclava de nadie ni de
nada. La otra cara de la manoseada moneda de las que
llamaron folklóricas. Gracia no es una folklórica: es una
gran señora que tiene un cortijo de bellezas sonoras por
la parte de Lora del Río. Señora de escudo y renta,
soltera y sin un amor, en su piso de Los Remedios.
La delicadeza. Siempre me
llamó la atención su delicadeza. En el vientre de mi madre
escuché a Mari Paz, y por eso se me quedó tan hondo
grabada esta placa de la delicadeza de la copla: dónde va
el real mozo, dónde va con su capa de seda; a la vera del
agua hay un barco de vela que es de miel y canela, de
plata y cristal. Vente tú, mi morena, vente Gracia Montes,
que vamos a ver en el río, en tu río de Lora, ese barco de
guerra de Mari Paz que evoco en tu voz cuando la escucho.
La misma delicadeza, la misma ternura, que si tiene algo
agrio es únicamente el apellido de Maruja Limón, Maruja
Limón, Maruja Limón.
Eres, Gracia Montes, Gracia
Río, Gracia Puente, Gracia Lora, la penúltima de las
últimas de peina y volante. No, no cantes lo de Rafael de
León y Juan Solano: de las de peina y volantes vais
quedando muchísimas. Con todas las ganas de vivir del
mundo. Vi la otra tarde en su casa de La Moraleja a Rocío,
y no veas lo que nos queda de peina y volantes y poderío
en Chipiona. No te he visitado en el hospital, Gracia
Montes, Gracia Río, Gracia Lora, pero conozco de siempre
tus ganas de vivir, tú que grabaste hace poco «La falsa
monea», donde se hizo verdad tanta belleza, resellada en
la ceca de la hermosura de tu voz como un real de a ocho
que sólo puede cambiarlo quien lo tiene.
Arriba esa voz, Gracia
Montes. Sé que en cuantito leas esta copla en prosa que te
prescribo en una receta que me ha prestado la hija del
Doctor Lasida, tu voz se pondrá en pie, encarnación de la
cal de Setefilla sobre las breñas. Víctor setefillero de
la vida, enmarcado en la plata de tu disco que escucho
mientras escribo, donde el supremo jipío de tu voz le pone
un par al quiebro a la pena, continua romería loreña de tu
elegancia de gran señora. Pues sabes, Gracia, que si el
río Guadalquivir pasa por Lora, pasa por Lora, Lora del
Río, es sólo porque está deseandito volver a escuchar
cuanto antes el malvavisco de tu voz.