S
in salir de la provincia de Cádiz, a la que voy llegando
desde la otra de las dos grandes partes en que se divide
el mundo, desde Sevilla, el camino sembrado de flores de
La Chiclanera era un erial al lado de esta carretera de
Chipiona, con sus pujantes naves de la flor cortada.
Blancas rosas de junio. Rojos, rojos claveles, que están
esperando a una niña de faro, viña y moscatel que se le ha
muerto a Andalucía.
Y por la radio viene sonando
la memoria de la voz de Rocío. Le preguntaban por qué le
gustaba tanto volver siempre a Chipiona. Y La Voz
imborrable decía:
-Porque allí está mi sangre
y mi gente. Y porque me gusta pasear por la playa, y por
esas largas avenidas, bajo los árboles. Y sentarme en un
banco, y escuchar el día. Y ver el sol que pasa por las
ramas de los eucaliptos, y que cae en el suelo como si
fueran moneditas de oro, como doblones.
En la chipionera mar de
Cádiz, sobre los corrales de garabato y cangrejos moros,
uno de estos doblones se está metiendo ahora en el
horizonte de falúas y vapores camino de la Barra. El sol
atesora su doblón de oro en la alcancía de la memoria de
Rocío, cuando ella ya no puede verlo. Cuando es el
recuerdo de La Voz el que pasea por la arena de playa.
Estoy en la Itaca de Rocío.
Rocío le había puesto el nombre de Chipiona, de su tierra,
de su arena, de sus piedras, de sus mareas vacías, de su
gente, a toda dicha. A la felicidad. A la vida. La última
vez que la vi en aquel atardecer de su vida en Madrid, le
dijo a Isabel mi mujer, como quien proclama un sueño de
mujer:
-El sábado si Dios quiere
voy a Chipiona a ver a mi Virgen de Regla.
Ha venido. No aquel sábado
de mayo. Este viernes de tantos dolores de junio. A una
hora como de ver a la Macarena o de esperar a la Blanca
Paloma, Rocío llega junto a su Virgen de Regla. Vienen con
ella José, Gloria, José Antonio, Amador, Rosa, Rocío
Carrasco. Y toda esa otra gran familia de la España que la
quería. Me acerco al torero, al que ha desorejado al toro
de la pena. Y está allí José delante de Rocío. Junto a lo
que más quería, su gente. Y bajo las que más amaba, las
banderas de su España y de nuestra Andalucía. José me
dice:
-Fíjate cómo ha acabado
viniendo a Chipiona, con las ganas que tenía de volver...
Y es una larga noche la que
llega. Y unas claras del día de la pena en la mar que
llora. Todas estas olas de la mar de Chipiona son en esta
mañana funeral como una ola. Y no quiero señalar qué ola,
qué clavel del camino sembrado de flores va cantando,
señora, niña, amante, amiga, en la memoria. Sí lo señala
el obispo de Jerez. De Jerez tenía que ser, frontera de
las dos partes del mundo: «Se ha quebrado La Voz de España
y de Andalucía, pero ha nacido el silencio sonoro».
Por las largas avenidas
donde una niña juntaba los doblones de oro que el sol le
daba, se oye ahora ese silencio sonoro. El de su gente.
Hay toreros, cantantes, flamencos, políticos, pintores.
Están los que le cosieron telas y los que le cosieron
versos y compases. Y está su gente. Y está su mar. Ya la
traen, paso racheado de la cuadrilla de Regla, bajo el
palio de un azul de marismas rocieras del cielo. Y desde
aquí, desde los cipreses del cementerio de San José, oigo
el silencio sonoro que proclamó el obispo con la Palabra
de la que Rocío dio testimonio, cantándola y viviéndola.
Hasta se ha parado el viento. Una juradista me dice:
-Como en aquellas noches de
jazmines del Teatro Pemán de Cádiz, que rompía a cantar y
hasta paraba el levante.
Los vientos todos de la rosa
de Chipiona se han parado. En este silencio sonoro. Junto
a su mar. Rocío, que lo dio todo, ya está empezando de
nuevo. La vida de la inmortalidad. Junto a una madre que
descansa porque sabe que la niña ya no vendrá tarde a
casa. Sentada en el banco de este parque. Y oyendo el
crujido del mar.