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El Recuadro   

 Antonio Burgos

ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El pandero del Tomasa

No se me quita de la cabeza que ya no pueda marcar un teléfono y me llegue la alegría de la ancha risa de Rocío: que si aquella chirigota de «a ti, Felipe, a ti no te digo ná»; que si los hay más falsos que los zarcillos de La Contenta, que eran dos serpentinas; que si Juani Vázquez, qué arte, ha vuelto a ganar el campeonato de parchís en La Caleta. Ya no oiré más su risa comentando las cosas de nuestra tierra. Así que comprenderán ustedes que no voy a ponerme a hablar de Otegui y su partida. Aquí se le guarda el luto a Rocío. Y no como los que no acaban de cerrar su tumba cuando ya están cobrando calumnias de peaje.
¡Qué canallerío!
No hay mejor luto que revivir su alegría. Evocaba en el artículo de ayer el crujido de la Cruz de la Mar cuando el doblón de oro del sol se mete en la alcancía del horizonte. Por mar, tierra y aire hay allí gracia. La fuerza de Rocío era la de su propia tierra. Ese sentimiento que le dijo a Manolo Molés el mítico Pepe Luis Vázquez (ay, ciego como un Homero del toreo) que entra por las plantas de los pies y sube hasta los pulsos de las muñecas. Acabábamos de enterrar a Rocío y me contaron una historia tartésica de la fuerza de su tierra. Seguro que ella la habrá ya escuchado. Como que estoy esperando que de un momento a otro me llame para decirme:
-Lo de José el de la Tomasa es de arte...
A veces hace falta diccionario para traducir la gracia de Andalucía. La presente es una de ella. Explicaré que «pandero», en Sevilla, no es el cervantino pellejo de «cuando Preciosa su pandero toca». El pandero de Sevilla es el barrilete de Cádiz. Vamos, la pandorga. O sea, la cometa con la que en Castilla juegan los niños, remontándola al cielo.
Cuando enterrábamos a Rocío, en el cementerio de Chipiona estaban los buenos vahídos de todos los Grandes de la Gracia. Estaba El Beni. Estaba El Cojo Peroche. Estaba Ignacio Ezpeleta. Estaba Agustín el Melu. Estaba por descontado Picoco, que Vicente Pantoja hasta vivía allí, en Chipiona, junto a donde Peña hace arte de las ortiguillas de mar y de la sobriedad de la lechuga de huerta, casi franciscana de Regla. Aquel Picoco que decía: «Mira, yo, cantar, no canto. Bailar, tampoco bailo. Y sin embargo, he vivido siempre de las fiestas. ¡Como que lo mío es más difícil que barrer una escalera para arriba!» Aquel Picoco de: «Mira, yo es que me veo por la mañana en el espejo y me pido mil duros.»
El patio del cementerio, cuando le estaban dando tierra a Rocío, era el cuarto de los cabales. Los que tenían que estar y como tenían que estar. Ni una cámara. Un silencio de Maestranza. O un silencio de Las Ventas, de aquella tarde de la corrida de la Prensa de 1981 en que Ortega Cano indultó al toro «Belador» de Victorino Martín. Ese silencio único: si allí del gozo, aquí de la pena. Roto por dos puñeteros helicópteros, no se sabe si de la Policía o de la televisión, venga a pegar vueltas y más vueltas sobre el cementerio, como si cubrieran las aglomeraciones, ay, de la Operación Retorno de Rocío a su mar, a su tierra, a su gente. En ese impresionante silencio de negras camisas de los flamencos, José el de la Tomasa está junto a otro cantaor, a Pepe Peregil. José mira y mira los jodidos helicópteros que con sus aspas destrozan la intimidad y el silencio. Está por mentarle sus castas todas, como Caracol el del Bulto a la aviación de Franco. Pero en esto que llega Picoco. O llega El Beni. O llega El Cojito Peroche. O todos juntos. Y se encarnan en El Tomasa. Quien le dice al Peregil:
-Pepe, mira si será grande Rocío, que hasta hay dos helicópteros. Y cuando me entierren a mí, no va a haber ni dos panderos...
Óle. Seguro que ese óle al Tomasa se lo estará dando Rocío. No en eso que dicen, qué tontería más grande, «desde donde quiera que esté». Sé donde está: junto a la Virgen de Regla. Pegándose chocazos por las esquinas del cielo con las historias de gracia que le están contando los suyos de arte, El Beni, Picoco, El Brillantina, El Gasolina, El Cojito Peroche.

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