Como
comenté aquí un día «Sevilla en el diván» de Javier
Criado y otro «Sevilla en 365 imágenes» de Alvaro
Pastor Torres, me encantaría glosar todos los libros
nuevos de hispalense materia. Y muy especialmente los
de corte sociológico, ensayístico, que dan hilo a la
cometa de la creación literaria, y más si vienen
publicados por no profesionales de la escritura. Con
uno de estos libros, «Tontos de capirote», descubrimos
un día, por ejemplo, a micer Francisco Robles,
imperial de ingenio y gracia.
Me ha llegado otro libro
de ese corte. Lo ha escrito un jurista sevillano que
sabe latín: José María Ribas Alba. Digo que sabe latín
porque es discípulo del cofradierísimo profesor Murga
Gener y profesor de Derecho Romano en la Universidad
Hispalense. Lo único que no me gusta del libro es su
título: «Teoría del trepa sevillano». Obligado quizá
por la colección donde lo ha publicado Almuzara, con
el mismo formato y concepto que la «Teoría del
choquero», «La malafollá», «Teoría del Séneca
cordobés» y me imagino que próximamente en esta sala
«Teoría del gadita de Cai, Cai». No me gusta lo del
trepa porque es otra cosa que el tipo sevillano tela
de clásico que tiene voluntad de serlo aunque sea
matando a su padre. Sobre cuya denominación de origen
incluso abrimos aquí un debate y no como otros, que
peatonalizan el centro sin contar con nadie. ¿Cuál es
el equivalente sevillano del choquero de Huelva, del
boquerón de Málaga o del gadita de Cai,Cai? Sigue
abierta la pregunta sobre la voz adecuada.
Gran valor literario y
de observación el de la obra de José María Ribas.
Tiene un capítulo, «Zapatos nuevos», que me recuerda
las mejores páginas de Núñez Herrera sobre la Semana
Santa. Narra cómo en 1927 a un niño rico de Sevilla
que vivía en Dos Hermanas le compró su madre unos
zapatos nuevos para el Domingo de Ramos. Y cómo lo
quincaron en la puerta de su casa unos niños pobres,
que iban descalcitos y que le dijeron: «Tú estrenando
zapatos para el Domingo y seguro que tienes más en tu
casa». Y aquel niño rico cogió, se quitó los zapatos y
sin pensarlo dos veces se los dio e hizo calzados a
los niños descalzos. Y entró en su casa sin zapatos.
Aquel paseíto de la puerta de la calle a la casa
«valía --dice Ribas- por una entera estación de
penitencia. El niño se llamaba César Alba Ayala.»
Y me hace pensar José
María Ribas en la necesidad de que alguien fije y
documente el anecdotario completo de la gracia de
Sevilla. El capítulo donde comenta lo que al sevillano
clásico le gusta un tratamiento ceremonioso lo titula
«Ajonde, ajonde, Su Divina Majestad». Frase que conté
aquí alguna vez como pronunciada solemnemente en
Pilas, en casa de don José María Medina, con ocasión
de la visita del cardenal, durante un almuerzo
ofrecido al purpurado no sé si por el propio don José
María o una generación antes, por su padre, don Luis
Medina Garvey (1870-1952). La cocinera que servía la
mesa acercó al cardenal la sopera donde venía el
nutriente picadillo, y le dio el que las criadas
llamaban «cucharón de apartar». Y como viera que el
cardenal apenas se servía más que el caldo de la
superficie de la sopa de picadillo, fue cuando
pronunció muy ceremoniosa la frase histórica:
-Ajonde, ajonde, Su
Divina Majestad, que en el culo está lo bueno.
La cocinera había oído
campanas de Su Eminencia pero no sabía dónde. Como
nosotros oímos hace muchos años esta misma historia,
que frente nuestra versión narra José María Ribas
contada como testigo por el sacerdote y capellán
universitario don Manuel Trigo, y como sucedida en
casa de un párroco de pueblo durante una visita
pastoral de Bueno Monreal. ¿Dónde ocurrió
verdaderamente el lance histórico del «ajonde»? ¿En
casa de un párroco o de aquel señor de Pilas? No
ajondemos. Lo dejamos mejor así, vaporoso, en la
leyenda. Porque es capaz de venir un historiador con
el rigor (mortis) de la investigación y decirnos que
eso es imposible, porque Bueno Monreal odiaba la sopa
de picadillo.