E
CHAN humo los
programas del corazón y otros frutos amargos (y de
rentable peaje), hablando de la apertura del testamento
de Rocío Jurado. Ni la apertura del Parlamento inglés,
cuando va la reina Isabel II vestida con toda la pompa y
circunstancia de la magia de la Institución, tiene en
Inglaterra tanta repercusión como la apertura del
testamento de la más honda, la más larga, la más alegre,
la del poderío, que con tanto tópico de «la más grande»
nos estamos olvidando de la palabra talismán de su vida:
poderío.
Yo lo siento mucho, pero
esos corazoneos no dicen ni la mitad de la cuarta parte
del diez por ciento de lo que ha sido en verdad la
herencia de Rocío. No sé si es un error del notario, que
se dejó olvidado un beso de amante como en un manchado
mostrador de una letra de Rafael de León en «Azabache».
O no sé si es un error de los abogados, que no han
sabido leer entre líneas lo que escribe sin pluma, tinta
ni papel el aire de España, el testamento de la memoria
cantada de la banda sonora de nuestra vida.
Ni casas, ni naves
industriales, ni derechos de autor, ni aquel abrigo de
visón blanco que cantaba para decirle que ya es tarde,
señora. Ni viñas de moscatel más dulces que el beso de
una novia primera, qué no daría yo, ni ganaderías de
yerbabuena y yerbaluisa que merecerían, a lo Fernando
Villalón, que su dueña buscara vacas bravas con los ojos
verdes, verdes como la albahaca del verde, verde limón.
Los principales herederos
de Rocío no vienen en los papeles de la notaría, el
inventario de los principales bienes que nos ha legado
nos lo han leído unos abogados que torpean y a los que
se les van las mejores, las más hondas, las más
profundas.
Todos somos los herederos
de Rocío. Diga lo que diga el protocolo de una notaría.
España entera es la heredera universal de una sonrisa,
de una alegría, de la memoria de una voz, del recuerdo
ejemplar de la lucha de una mujer contra su muerte, del
testimonio de dar la batalla, qué guerra, hablando de su
fe, de sus principios, de sus valores, de su familia, de
su Virgen de Regla que está en Chipiona y en la marisma,
Blanca Paloma.
Aunque no tenga un papel
timbrado, yo me siento heredero universal de la sonrisa
de Rocío Jurado, de la cantaora y de la contaora, ¡cómo
contaba las historias, con qué fuerza, con qué gracia! Y
no vamos a impugnar el testamento si yo le digo a usted
que también usted, que la admiró, que se sabe de memoria
sus canciones, que la siguió desde que era una niña que
acababa de salir del tablao de Gitanillo de Triana, es
igualmente heredero universal del recuerdo de aquella
belleza cantada, de la fábrica de caramelos de
malvavisco de aquella garganta poderosa.
Chipiona
es heredera de Rocío, ¿cómo no va a estar Chipiona en
esos papeles, si el recuerdo de Rocío sigue
persignándose con la Cruz del Mar cada tarde que el sol
se pone? ¿Y Cádiz? ¿Qué tirititrán de gracia en la
alegría no le ha legado a Cádiz? No ha podido desheredar
a aquella ciudad de la Libertad que la vio llegar a
caballo disfrazada de Lola la Piconera, Lady Godiva del
Carnaval, a decirle con verso de Antonio Murciano
aquello de...
Cinco letras tiene
Cádiz,
pero se quedan en tres,
que en ellas cabe la
gracia
del derecho y del
revés.
¿Y Sevilla, no ha heredado
de Rocío la luna blanca de las cartujanas noches del
auditorio que lleva su nombre? ¿Y Andalucía toda, entera
y plena, no es su heredera universal, si nadie como ella
cantó con el alma nuestro himno?
Así que vamos a dejarnos
de chauchaus y chucuchucus del corazoneo. Todos, todos
somos herederos del inmenso legado de arte de Rocío
Jurado. La herencia del recuerdo de su arte nos
pertenece a todos. Porque era nuestra.