YA era hora, ya
era hora que la bandera ondeara sin jugar la
selección, sin partido frente a Irlanda, sin marcar
los doce goles de aquella noche de Malta, sin la
camiseta roja a la que llamaba elástica el maestro
Matías Prats cantando aquel gol de Zarra. Ya era
hora, ya era hora que la bandera ondeara con
orgullo, sin vergüenza, como la llevan en Francia;
como los americanos, que a su ventana la sacan en
cada 4 de julio o el Día de Acción de Gracias.
Ya era hora, ya era hora que las
banderas votaran por la paz, la libertad,
dignamente, en democracia. Que no me dirán ahora que
eran cuatro o cinco fachas que por los tiempos
pasados se han puesto a sentir nostalgia del fuego
de campamento y de montañas nevadas, de las rutas
imperiales, de aquello del camarada, de Gibraltar
español y del escudo del águila. Por la Puerta de
Alcalá, míralas ya cómo bajan, ya vienen nuestras
banderas, banderita roja y gualda, bandera de
libertades, banderas del Rey de España, la bandera
que juramos defender una mañana cuando éramos tan
jóvenes como ahora es la esperanza.
Ya era hora, ya era hora que las
banderas cambiaran: que, izada la dignidad, la
rendición arriaran. Que alguno ya estaba harto de
tanta bandera blanca en manos de un presidente con
los huevos por corbata, rindiéndose al asesino que
quiere romper España con sus manos asesinas, manos
de sangre manchadas, declarar la independencia, y
quedarse con Navarra, y que se borre esa sangre,
tanta sangre derramada, y que pongan en la calle y
que manden a su casa al que mató a veinticinco, al
asesino del Juana, el chantajista mayor con foto en
prensa británica.
Ahora ya son las de todos, las
banderas rojigualdas, las que olvidar nos hicieron
aquellas banderas blancas del Proceso de la leche,
de una Paz que era la nada, motes de la rendición
del Estado ante una banda, ante los de las pistolas
y los de la bomba lapa, rendido ante el asesino que
en la explosión de Barajas siguió matando inocentes
sin abandonar las armas.
Me acordaba de Palate, y de Estacio
me acordaba, y de Antonio Cariñanos, y también de
Ortega Lara, de aquellos guardias civiles cazados
con tanta saña, y del barbero de Armilla, y del
concejal de Málaga, del coronel que mataron, de su
viuda enlutada, de la caja que una tarde a un
aeródromo en Granada en un avión traían y a una
madre la entregaban, camino de un camposanto por la
alta Sierra Nevada, aquel ataúd cubierto con esta
enseña de España.
Y ondean estas banderas subiendo
hacia Castellana, que Recoletos ya inundan en riada,
en oleada, y en esta hora me acuerdo, que me acuerdo
al contemplarlas, de Ermua y de Miguel Ángel cuando
murió por su patria, por nuestra patria española y
por nuestra patria vasca, cuando el Gobierno mantuvo
la autoridad que les falta a estos que ahora han
cedido sacando bandera blanca y claudicando el
Estado a una banda de canallas.
Qué orgullo de estas banderas, qué
vergüenza de las blancas, banderas de rendición
cediendo a la charranada del chantaje terrorista de
tan asesina banda, claudica que te claudica, pacta
que pacta que pacta.
Hasta el viento madrileño que viene
del Guadarrama, el que en cuadros de infantitos
Diego Velázquez pintara, hoy se está manifestando y
diciendo que ya basta, pues agita las banderas como
él sabe ondearlas: poniendo orgullo de Historia a su
hermosísima estampa. Que agitadas por el viento son
las mejores pancartas que reclaman la vergüenza, que
la dignidad reclaman, que el Estado no se rinda y
que haga lo que hace falta, en vez de a los asesinos
mandarlos para su casa y renunciar para siempre a
aquella parte de España tan nuestra como de ellos,
que llamamos Vascongadas.
Ahora llegan, ahora llegan, ya rodea
su oleada en la Plaza de Colón a la enseña solitaria
que alza al cielo nuestro orgullo, al que llamamos
España: rodeada está de miles de banderas
solidarias. Ya era hora, ya era hora que nadie se
avergonzara de un tremolar de banderas de España,
digna y honrada, que han unido para siempre la
Libertad y la Patria, cuando al final suena el himno
y hasta Colón en su estatua grita con todos nosotros
el honor del «¡Viva España!».