ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


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ABC,  18 de diciembre de 2013
                                
 
Muerte por protocolo en Alcalá
 
  Sostengo que los libros, por las noches, hacen el amor y se reproducen, de ahí que no nos quepan ya en la biblioteca. ¿Que a usted sí le caben? Pues, hijo, será el único. Y a saber los poquitos libros que tiene, salvo que hayan hecho voto de castidad, en cuyo caso no he dicho nada. Y también sostengo que las palabras tienen vida propia, independientemente de su uso cotidiano o de su aceptación por la Real Academia. Dejas una palabra suelta y al poco tiempo te ha cambiado de significado y tiene una acepción que ni sospechabas.

Tal le ha ocurrido a la voz "protocolo". Para mí que protocolo era el conjunto de escrituras que otorgaba un notario. Me sonaba por el Archivo de Protocolos de Sevilla, donde Hernández Díaz y Sancho Corbacho, hartándose de mirar papeles, documentaron la autoría de media imaginería barroca procesional andaluza. Luego por protocolo pasó a entenderse el ceremonial, la etiqueta, las reglas de prelaciones en los actos públicos. El primer jefe de protocolo que conocí fue don Tomás de Martín Barbadillo, vizconde de Casa González, a quien el alcalde Marqués de Contadero colocó como valedor del rico ceremonial del Ayuntamiento de Sevilla. Barbadillo era un guasón y aplicaba muchos chistes malos a su oficio, cual que si llovía el séquito se convertía en "mojádito" y que no convenía que hubiera muchos participantes en los cortejos, pues se trocaban en "larguejos". En los tiempos de Barbadillo no había la actual proliferación de jefes de protocolo. ¿Cuántos jefes de protocolo hay en España? Tantos como organismos. Jefes que no están para aplicar el ceremonial, sino para poner a su señorito en el mejor sitio posible, que para eso les pagan. Yo he visto peleas de perros entre el jefe de protocolo de una consejería y la jefa de protocolo de un ayuntamiento por ver quién ponía en mejor sitio a su carguete.

Pero el protocolo que me preocupa más, al que todos estamos sometidos, sin necesidad de título del Reino ni de cargo público, es una nueva acepción de la voz, que nos iguala peligrosamente: el protocolo médico. El protocolo, por decirlo con término de moda, es la "hoja de ruta" que un hospital o un servicio sanitario establecen como práctica obligatoria para los actos médicos. Ya no nos ven los médicos. Yo recuerdo al médico de casa, a don Fernando Pellón Aparicio, que cuando nos poníamos malos entraba por la puerta y nada más vernos en la cama, decía:

-- ¡Este niño tiene tos ferina!

Sin "ojo clínico" que valga, ciegos clínicos, los médicos no ven ya enfermos: ven "analíticas", mote espantoso de los análisis clínicos. En las consultas ambulatorias muchos tienen al enfermo delante y ni lo auscultan ni lo miran a la cara siquiera. Miran sus análisis y, si llevan las radiografías, no las placas fotográficas, sino el informe del radiólogo, que muchas veces es el que verdaderamente diagnostica. Eso si no ha tenido usted que ser hospitalizado: "ingresado", que se dice ahora. Desde que usted entra por las puertas de un hospital, queda a merced del protocolo, sobre todo si es en urgencias. Diga lo que diga, lo vea quien lo vea, una bata blanca le aplicará el dictatorial protocolo, caiga quien caiga. No unas medidas médicas o quirúrgicas para su mal de usted, no, sino para su presunta enfermedad en términos generales. Antes se decìa que "no hay enfermedades, sino enfermos". Ya no hay ni enfermedades ni enfermos: sólo hay protocolos. Es lo que ha ocurrido en la tragedia de Alcalá de Guadaira. Avisaron a Urgencias a las 2:55. Aplicaron a los intoxicados el protocolo. A las pocas horas, "un niño trajo la blanca sábana". La consejera de Sanidad de la Junta lo aclaró: "Se ha aplicado el protocolo". Me imagino que lo determinará la autopsia: muerte por protocolo médico.

 

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