Ya teníamos americanos en Rota. Ya teníamos
coches fabricados en España, pero no aquel Pegaso del que hicieron tan pocas unidades que
solamente salían en el No-Do, sino el Seat 1.200, que lo había hasta bicolor y bifaro,
la maravilla de las maravillas, SEAT, Sociedad Española de Automóviles de Turismo. Anda
que no nos sabíamos las siglas ni nada... Y RENFE era Red Nacional de Ferrocarriles
Españoles, y FENOSA, Fuerzas Eléctricas del Noroeste de España. Ya habían quitado las
cartillas de racionamiento. Ya no había carestía y los silos del Servicio Nacional de
Trigo eran un rascacielos de cemento y precios de regulación en cada pueblo. Ya por el
programa del disco del oyente, la radio ponía cada vez más canciones americanas, Nat
King Cole, Paul Anka, Elvis Presley, que lo cantábamos traducido al español vía
México:
- El reloj
- me enseñó
- a bailar el rock and roll...
Ya teníamos Chester en
los estancos. Ya teníamos todos los cromos del mundo en las chocolatinas de Nestlé, que
cuando vinieron las primeras, mi madre dijo:
-- Mira, Nestlé, como antes
de la guerra...
Todo. en cierta forma,
comenzaba a ser como antes de aquella guerra que es como si la hubiéramos vivido, de
cómo la padecimos en sus consecuencias y de cómo la oímos tantas noches de mesa de
camilla contar en sus miserias y grandezas, yo he visto arder las iglesias, yo he visto
las barricadas del 18 de julio, yo he sentido el frío de la batalla de Teruel, yo he
sentido la alegría de la toma de Madrid, y sólo de oír contarlo tantas veces. Y como ya
todo era casi normal, que hasta había elecciones de concejales por los tres tercios, el
tercio familiar, el tercio sindical y el llamado tercio del dedo, en el que (al igual que
en los dos restantes) ponían al que decía el gobernador civil y jefe provincial del
Movimiento, pues alguien compendió que aquel mundo tan americano, tan del chicle Bazooka
que cortaba Manuela la del puesto de altramuces y pipas con un cuchillo como de matanza,
aquel rosáceo chicle Bazooka que venía envuelto en un papel de plata... Como ya todo
venía en un papel de plata, el chicle Bazooka, y el Creamsicle, que era un helado con un
palito, como un polo de los americanos, y el Popsicle, que era otro helado de palito, como
otro polo por lo fino, de sabor naranja y de sabor limón... Como ya venía en un papel de
plata la chocolatina con los cromos, y el Chester del estanco o del contrabando de la base
de los americanos, alguien pensaría con razón que aquella España no era posible sin la
Coca Cola.
Adiós, gaseosas de los cines
de verano. Adiós, gaseosas de la plaza de los toros. Adiós, sifones de vidrio con el
nombre de pomposas industrias puesto a relieve en los grosores del cristal, La Unión
Industrial y Comercial, La Alianza, El Cachorro... Todo iba a quedar abandonado en un
pregón de cine de verano, de plaza de los toros, pregón que salía hasta en el sonido de
ambiente que tenía aquel pasodoble de El Gato Montès que tanto ponían por la radio:
--- ¡ Hay gaseosa fresca!
Un buen día, las fachadas de
los bares y tabernas de la ciudad empezaron a llenarse de unos discos rojos, que eran como
señales de circulación prohibida que marcaban todo lo contrario: la obligatoria
dirección única que debíamos tomar hacia la civilización de los Estados Unidos,
consumiendo Coca Cola. Yo había tomado Coca Cola una vez que fui a Tánger a ver jugar al
Betis, que nos la dio un indio en su bacalito cercano al Zoco, en una especie de cañera
de alambre, muy americana. Los padres y los abuelos unían la Coca Cola a una bebida que
no llegamos a conocer:"Es como la zarzaparrilla"...
No, era como la Coca Cola.
Había codificación de sabores. De los primeros güisquis que servían en lugares
exóticos, los mayores decían que sabían a chinche; y de la Coca Cola, que sabía a
zarzaparrilla. No; sabía a la vida que estrenábamos, al mundo que no queríamos que
fuera de gaseosa y zarzaparrilla, de hambres y de guerras. La musiquilla que sonaba por
los anuncios del cine, Estudios Moro, Movierecord, bien claro lo decía: "La chispa
de la vida". Con la Coca Cola daba gusto tener sed en el mundo publicitario del cine
en que entrábamos como posesos, libertos de los anuncios de la guía comercial de la
radio, praderas de la libertad por la que ya empezaba a cabalgar el vaquero de Marlboro.
Haga una pausa y beba Coca Cola...
Un día, en el recreo del
colegio, aparecieron los camiones de la Coca Cola. Rojos camones que nada tenían que ver
ya con el caballo percherón que repartía la cerveza, con el carro de la nieve o de las
gaseosas y los sifones. Empleados uniformados como de soldados, en color de Ejército
americano, se bajaron de aquellos camiones que quedaron estacionados en el patio del
recreo. Bajaron unos mostradores, unas neveras portátiles. Ya antes, en el estudio, un
señor de la compañía nos había enseñado las botellas, y nos había dicho que copiaban
la silueta de una mujer de los años 20. Pensábamos que la botella de la Coca Cola era la
encarnación de las curvas de Marylin Monroe y por eso la bebida, pastosa, como un jarabe
dulzón, tenía tanta voluptuosidad cuando la tomábamos a gollete, en la larga cola de
colegiales que se formó delante de los mostradores. Barra libre de Coca Cola. Como ahora
venden la droga a la puerta de los colegios, entonces nos metían dentro la droga de la
civilización americana, en la promoción de la Coca Cola. Y como éramos ya los niños de
la Coca Cola, los hermanos mayores de las niñas del Pelargón, pues nos sentíamos tan
modernos como el reloj que en el disco de la RCA Víctor del picú me enseñó a bailar el
rock and roll...