Los
hijos eran una bendición de Dios, decía don Manuel los domingos
o cuando oficiaba un bautizo, pelón,
pelón, padrino, no lo gastes en vino, gástalo en chupeta para el
niño teta... Y
como los hijos eran una bendición de Dios, José, Manuel y
Gregorio se llevaban un año. Razón por la que sólo a José, el
mayor, le cupo la gloria de estrenar el traje de primera
comunión. Traje de marinero, naturalmente, pero como eran de
marineros los trajes de primera comunión. Aunque se decía que
hacíamos la comunión vestidos de marineros, la verdad es que de
marinero, de marinero raso, claro, de marinero de lepanto y
Cuartel de Instrucción de San Fernando, no la hacía casi nadie.
El que menos la hacía de capitán de corbeta o por lo menos de
sargento de Infantería de Marina. Y el que más, de almirante.
Decían que el niño iba de marinero, pero con tantos entorchados,
charreteras, botones de ancla y cocas en la bocamanga, el que
menos iba de almirante jefe del Departamento Marítimo del
Estrecho, o por lo menos de jefe de la Comandancia de Marina.
Así,
de comandantes de Marina, iban José, Manuel y Gregorio, de los
que sólo a José le cupo el honor de estrenar aquel traje. Un
traje que en cuanto que llegó a la casa empezó a ser como de la
familia. " Se lo haces con un buen dobladillo en los pantalones,
porque el año que viene tiene que servirle al hermano y a lo
mejor hay que echarle de largo", dijo la madre previsoramente a
la modista. Porque los trajes de primera comunión ni se
compraban hechos en aquellas tiendas maravillosas y carísimas
que se llamaban El Paraíso, La Gloria, La Primitiva, ni los
hacía tampoco el sastre, aun siendo trajecitos de hombrecitos
marineros que se enrolaban en el barco de renunciar a Satanás, a
sus pompas y a sus obras, y prometían seguir siempre a
Jesucristo, hoy es
el día más feliz de mi vida, decían las estampas, siempre
con un cuadro de Murillo, siempre con una custodia en la leyenda
que recordaba que el niño Pepito recibió el pan de los ángeles,
cuestión la del pan de los ángeles que siempre me sonó a bollo
de leche del escaparate de la dulcería de mi barrio, a la
confitería Los Angeles de la Puerta del Arenal.
El
traje de José, Manuel y Gregorio era como de la familia, y
andando los años, cuando ya los tres habían hecho la primera
comunión, hasta se prestaba a primos carnales, a primos
segundos, a conocidos, a vecinos:
--
Hay que echarle un poquito de las mangas, pero se lleva a la
tintorería y es como si lo estrenara, total, para un día nada
más...
En
la casa decían que el traje sabía latín. Que le ponías al niño
la guerrera de capitán de corbeta, o de teniente de navío, tan
de uniformidad de verano, tan blanca, tan de minador Marte,
tan de fragata Atrevida,
tan de crucero Canarias,
y el traje ya
conocía al dedillo el ceremonial completo de la primera
eucaristía, hasta los hilillos de oro de sus charreteras, cada
vez más deslucidos, más de vestido de torear alquilado, más
apagados, cantaban el venid
adoradores y adoremos...
Pero
aunque fuera con el traje del hermano, o del primo, una comunión
era una comunión, y por eso íbamos de blanco, con en la plaza de
los toros los noveles, porque era el debú con picadores para ser
santo o por lo menos para ganar el cielo y no ir de patitas al
infierno. La tarde anterior habíamos tenido, entre cánticos
penitenciales, en la capilla oscura, la primera confesión, de la
que apenas recordamos que al cura le olía muy malamente el
aliento de la boca, y que temblábamos cuando decíamos:
---
Me acuso, padre, que le pego a mi hermana...
Pero
luego recibíamos a Dios sacramentado, en aquella forma que sabía
a la oblea que traía el turrón de las Pascuas, a las tortas
imperiales de Toledo que la tía María nos compraba en el puesto
de David Soto cuando íbamos para la feria entre los palillos de
las niñas vestidas de gitana, , riá, pitá, y con aquella caja de
zapato en la que iban los bistés empanados con los que cenábamos
en la caseta, pero temprano, porque mañana hay colegio y han
dicho los curas que expulsan al que no vaya a clase. Y con aquel
miedo, nos volvíamos a nuestro banco con Dios en el cuerpo
uniformado por aquel trajecito de marinero. Momentáneamente
blanco. Instantes después, en el primer desayuno, que era en el
patio del colegio, todos los comulgantes juntos, parta hacernos
esa foto donde estás mojando un bizcocho en el tazón; o luego,
en el segundo desayuno, que era en el comedor de casa, con todos
los primos y con los amigos, había una tradición no escrita que
se cumplía a rajatabla. Aquellos trajes de marinero no acababan
con manchas de brea del calafateo de La Carraca ni con la
salitre de la bocana del puerto. Sobre aquel traje de primera
comunión se nos caía siempre el chocolate, el denso chocolate,
el pastoso chocolate con sabor a harina, a patata, a todo menos
a chocolate, niño, y dale gracias a Dios de que lo hemos
encontrado, porque a los niños pobres les dan achicoria en el
desayuno y un bollo con manteca de Flandes...
La
mancha de chocolate era la condecoración más gloriosa que
lucíamos en el uniforme de marineros al final del día más feliz
de nuestras vidas, cuando, cansados, volvíamos a casa con el
regalo de las dos abuelas y con los seis o siete duros en
rubias, en reales, en perras gordas y en moneditas de dos reales
que habíamos reunido repartiendo estampas por casas de los
amigos. Y por la radio, antes de la novela de las ocho, seguía
sonando Juanito Valderrama con la dedicatoria de su copla a
todos los marineritos de las dotaciones de aquella Armada
celestial: Mi niño
ya está tomando la primera comunión..