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Antonio Burgos: Jazminez en el ojal

 

Olor a coche nuevo

 

HABÍAMOS TERMINADO LA cena, bien agradable y simpática por cierto, estábamos en la puerta del restaurante y antes de las despedidas vino la pregunta de siempre: "¿Traes coche?" Y ante la negativa habitual de los que dependemos del taxi como forma de disfrute de la ciudad, el ofrecimiento del amigo que por delicadeza se te convierte en obligado conductor sin sueldo ni seguros sociales: "Pues entonces te llevo". Y el aparcacoches, San Pedro con su enorme manojo de llaves, trajo el auto. Y ya que no podía pagar la carrera del gentil e improvisado taxista, convidé al menos a mi amigo a propina del aparcacoches, figura por cierto que habla de la categoría de los restaurantes casi tanto como los soles de la Guía Michelin.

Entiendo de coches aproximadamente como un miembro de la sociedad protectora de animales sobre la fiesta nacional: es decir, nada. Pero con los coches me pasa como con los vinos, con los hoteles, con los pintores contemporáneos, con las antigüedades, con las pasminas las amigas: que sé lo suficiente como para distinguir lo bueno de lo malo, que ya es bastante. Y también lo suficiente como para distinguir los coches viejos de los nuevos. No porque mire los catálogos de propaganda que las casas de coches mandan a casa, los anuncios de la televisión, que por cierto cada vez parecen menos publicidad de automóviles, pueden ser a veces de una colonia, de una agencia de viajes, de un disco nuevo de rock... de todo menos de un coche. Distingo los coches nuevos de los viejos por el olor. Ese olor a ricos que dan los coches nuevos. Ese olor a pobre que dan los coches viejos.

Por eso, en cuanto subí al coche del amigo que se brindó a llevarme a casa tras la cena simpática, me las pude dar de experto:

-- Este coche es nuevo, ¿no?

-- Sí, mira el cuentakilómetros, apenas marca los 3.000...

-- No, no te lo digo por el cuentakilómetros, ni por las que llaman prestaciones...

-- ¿Por qué sabes entonces que es nuevo?

-- Muy fácil: por el olor...

¿A qué huelen, tan inconfundiblemente bien, los coches nuevos? No hablo ya de los Jaguar, los BMW, los Audi con asientos de cuero, esos cochazos que tienen los amigos ricos, como el de Luis del Olmo, que nos montamos un día en Barcelona y le dije a Mercedes, su mujer:

-- Mercedes, a este coche vuestro sólo le falta Ambrosio ofreciéndote el Ferrero Roché...

No hablo de esos coches de Ambrosio, de las limusinas de los jeques del muelle de Benabola en Puerto Banús. Hablo del más modesto de los utilitarios, que da gloria olerlos de nuevos. No sé si será la pintura, la chapa, la negra materia plástica del salpicadero, las alfombrillas quizá impolutas, pero es un delicioso olor de estreno. Si Adán hubiera tenido coche en el paraíso, seguro que olía como este auto nuevo del amigo, que cuando nos montamos nos recibe con ese aroma de creación del mundo.

Falta imaginación a los creadores de perfumes, colonias y esencias para hombres. Igual que para las mujeres sacan fragancias maravillosas con las blancas flores del nardo, del azahar, de la magnolia, para los hombres deberían sacar colonias de baño con estos olores machos, porque no me negarán que los olores también deben de tener sexo. Hay olores machos y olores hembras. Por mucho que ahora sea poco menos que anticonstitucional hacer distinción entre los sexos, lo siento muchísimo, el olor a madera en el aserradero es un olor macho, y el olor a hierba recién cortada es un olor hembra. Y este olor de coche nuevo es un olor completamente masculino, que deberían condensar en alambiques refinadísimos para que, al ponérnoslo en forma de colonia, todos los hombres nos creyéramos que acabábamos de estrenar coche, que es un momento de felicidad no suficientemente valorado.

En todo aquel que tiene coche hay como un deseo de perpetuar la dicha del olor de nuevo. Esa es la causa del horror conocido como ambientador. Como usuario de taxi lo tengo más que observado. Los taxis más destartalados, peor cuidados, con menos limpieza, con los asientos más viejos, mugrientos y sobados, son los que tienen colgado en el espejo retrovisor la silueta del ambientador en forma de abeto. Ambientador que un día quizá ambientara algo, que trajera a aquella pocilga rodante algún aroma, aunque difícilmente podría contrarrestar tanta mugre impregnada durante tanto tiempo. Pero la silueta con forma de abeto es ahora un mustio recuerdo, como los tristes árboles de Navidad que se amontonan en los contenedores de basura de la esquina en cuanto pasan la fiesta de los Reyes Magos. Si en algo envidio a los amigos con chófer ("mecánico", es más elegante decir) es el olor a eternamente nuevo con que los mantienen. Por lo visto no se trata de llevarlos al túnel de lavado, de abrirles las cuatro puertas y meterles la aspiradora hasta dentro de la guantera, como los domingos y fiestas de guardar veo a los padres de familia echando la mañana en la estación de servicio, tratando de poner sus coches de medio pelo como si fueran limusinas de ricos, coches de presidentes de banco, autos de ministros. No debe de ser cuestión de lavado, ni de espuma y laca, ni de limpieza de bajo, ni de petroleado del motor. Debe de ser que los coches saben cuando pertenecen a un rico y cuando son el instrumento de trabajo de un currelante. ¿No dicen que las flores oyen cuando se les habla y se las trata y cuida con cariño? Con los coches probablemente debe de ocurrir igual, y saben que los chóferes de los ricos los tratan con mimo y por eso responden con las fragancias de esos olores.

La realidad es que si poco dura la alegría en casa del pobre, mucho menos el olor a nuevo en su coche.

(Publicado el domingo 16 de enero del 2000)


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