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los pueblos andaluces no hace falta escarbar en las heridas del
tiempo ni en la tierra de las cunetas de las carreteras para
encontrarse con las fosas de la memoria. Con todas las fosas de
la memoria, de los dos lados, ¿eh?, de esta España fratricida.
Los muros de la patria mía se cimientan con mezcla amasada con
sangre. La sangre que corre por las venas de mi mujer amasó esos
muros, ahora felizmente de concordia, sobre los que debemos
escribir las palabras solemnes y pontificales de don Manuel
Azaña más que ponernos a ahondar en heridas cerradas: paz,
piedad, perdón.En Lora del Río conocí
un día, hace ya más de cuarenta años, al hijo de un fusilado por
los nacionales. Entonces aquello no se podía decir. Era como si
aquel loreño Juan Cervera Rueda, el que estaba casado con
Asunción Sanchís Jiménez, hubiera muerto enfermo del pecho. Del
pecho de la defensa de la justicia y las libertades. Pechos de
viudas que luego tanto tuvieron que sufrir en días de mantones
negros. Como aquel negro mantón con que Asunción Sanchís iba por
Lora, ganándose la vida para sacar a sus hijos adelante. Tres
añillos tenía Juan cuando lo del 36, y Asunción le dio de comer
y lo vistió como pudo, hasta que al chiquillo, que hubiera sido
tan buen estudiante, que tenía tan buena letra, que le gustaban
tanto los libros, lo tuvo que sacar de la escuela para ponerlo a
trabajar.
A Juanillo Cervera Sanchís, al hijo del
fusilado, le buscó su madre trabajo cobrando por las casas las
cuotas del seguro de defunción de El Ocaso. Los que en la muerte
habían tenido todas las fatiguitas negras, en la muerte
encontraban la esperanza de vivir. Juanillo iba por Lora con su
cartera de los recibos, y siempre la misma voz lo recibía por
las casas:
-- ¡Niña, prepara el dinero, que está ahí
Juanillo el de los Muertos!
Lo que no sabía la gente en Lora es que por
detrás de esos recibos, Juanillo escribía versos. Juanillo había
tenido las desgracias que les ocurren a los chiquillos pobres de
los pueblos. Un accidente en un brazo, que se lo habían curado
mal y que tenía como zopo. Bajo el sobaco del brazo zopo,
aguantaba Juan la carterilla de los recibos y escribía versos.
Lo conocí entonces. Ya había empezado a ser Juan Cervera Sanchís.
El poeta de Lora. Un Miguel Hernández con pañuelo de la romería
de Setefilla. Un Eladio Cabañero a la orilla del Guadalquivir.
Un poeta del pueblo, autodidacta, sobrado en el dominio de las
formas y de los sentimientos. Había publicado ya un libro en
Cádiz y otro en Jerez, Le publiqué otro en nuestra juvenil
colección "Río del Sur". "De par en par" se llamaba. Libro como
las puertas de su casa de Lora, con toda la vida, con todo el
dolor, con toda la esperanza dentro. A Juanillo lo querían en
Lora y estaban encantados con que ya fuera Juan Cervera Sanchís,
del que hablaban las revistas de poesía. Un día le dieron un
homenaje en el Ayuntamiento y fuimos todos los que escribíamos
prosa o verso en aquella Sevilla de Alfonso Grosso y de Manolo
Barrios. Luego supimos que Juan se había ido a México, en un
galeón de versos, con un sueño literario que en la Nueva España
cumplió el poeta de la Vieja Andalucía.
Juan Cervera, ahora, será bronce de estatua en
su pueblo. El domingo inauguran en Lora su monumento. Aquel Juan
Cervera Rueda, el fusilado, quizá muriera pensando qué iba a ser
de su chiquillo. Sin fosas de la memoria, en la plaza común de
la concordia, su tierra hace justicia a aquel Juanillo que veía
venir la muerte cuando cobraba los recibos de El Ocaso y que
ahora, ya para siempre, verá venir la vida en un bronce, bajo
unos pájaros que cantan.