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El Recuadro

 Antonio Burgos

El Mundo de Andalucía, jueves 3 de junio  de 1999


Andrés El Moro

Catedral de Sevilla
El Moro, el anticuario, había comprado buena parte de las casas que rodean a la Catedral de Sevilla

¿Ustedes ven los charrés del Rocío, caballo en limonera y cascabeles? Pues El Moro se paseaba así por Sevilla: en charré. Sin ninguna duda, fue el último paseante de Sevilla en coche de caballos, una vez que en la Casa de Pilatos guardaron la berlina donde Mimi Medinaceli iba a misa los días de lluvia. Iba El Moro en su charré por la calle Segovias, por la cuesta de Argote de Molina, siempre con un muchacho a su lado en el pescante, sus barbas blancas, sus pantuflas, y nos creíamos que lo de El Moro era un mote. Era el anticuario más famoso de Sevilla. Llegaba Franco, el séquito, las boinas rojas de los guardaespaldas con la metralleta, la Avenida llena de banderitas españolas, y siempre se decía por el barrio:

-- Pues ayer Doña Carmen Polo se metió en casa del Moro y no veas la de antigüedades que se llevó...

Como El Moro comerciaba antigüedades, era una antigüedad de sí mismo. Uno de los personajes inquietantes en la tranquila Sevilla de la postguerra. El Moro iba con su barba venerable, barba de santo de Mercadante de Bretaña, de antepasado, como escapado de aquellos cuadros que a su tienda llegaban desde el rompeolas del reparto de herencias. Una Sevilla de barbas venerables, antes de la barbita existencialista de Juanito Lafita el escultor. Estaba la barba de don Gabriel Sánchez de la Cuesta en la calle Fabiola, y la barba del médico homeópata del Patio de Banderas que salía en el Corpus con un mono de mecánico. Y estaba la pictórica, larga, barba de capuchino del Moro en su charré, en los misterios de las casas que una a una iba comprando, de modo que eran suyas todas las manzanas del paraíso que rodean a la Catedral.

El Moro en su imperio de negros venecianos, de cornucopias isabelinas, de cuadros atribuidos a Barrón, era uno de los grandes personajes que se les han ido vivos a muchos novelistas oficiales de la ciudad. Era como una novela, como una leyenda. Entrabas en su tienda y te aparecía como un judío de cuadro de la escuela holandesa, con sus babuchas, con su camisa por fuera del pantalón. Siempre hastiado de sí mismo:

-- Anda, llévate este cuadrito... Total, yo ya voy a cerrar. Mi hermana está la mar de mala y yo ya ni tengo ganas de vender...

Cuando te fijabas en algo, decía displicente:

-- Sí, este espejo era de San Telmo...

Si todo lo que El Moro vendía como procedente de San Telmo hubiera sido en verdad de San Telmo, yo calculo que el Palacio de San Telmo hubiera tenido en tiempo de los Montpensier lo menos treinta o cuarenta hectáreas. Cuántas camas con la flor de lis, butacas con la flor de lis, todo con la flor de lis. El mismo Moro, pienso, quizá fuera de San Telmo, el último espectro de San Telmo. El Moro ha muerto cuando ya llevaba tantos años muerto que la ciudad ni guarda memoria de su estampa, en su charré. Las esquinas llevaron las voces de que las casas del Moro, pasadizos de jorobados de Notre Dame, ya estaban vacías, que de noche habían salido de Sevilla camiones y más camiones de antigüedades, con camino ignoto, en un nuevo expolio francés sin necesidad de Mariscal Soult. Aunque pareciera increíble, se llamaba realmente El Moro: Andrés Moro González pone su papeleta. El Moro ha muerto. En este caso, la gran lanzada al patrimonio anticuario de Sevilla la dieron aún con el Moro vivo.

 

 

 


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