Si
el agua empapara los verdinosos muros y tejados de Sevilla
como el lenguaje de la ETA empapocha el habla cotidiana, no
habría el menor problema de sequía. En el lenguaje sí que ha
habido ya una rendición, mucho antes de la que se disfraza
con la máscara del «proceso de paz». Que eso ocurra en las
Vascongadas tiene una cierta lógica. No se sabe nunca dónde
puede llegar el miedo cuando se tiene la frialdad de una
pistola en la nuca. Lo que me extraña es que este lenguaje
perverso haya calado también aquí, en Sevilla, y que a los
terroristas les llamen violentos, violencia al crimen y
problema vasco a la propia existencia de la ETA.
Cuando en Sevilla oigo hablar
del «problema vasco» me hierve el agua del radiador. De
problema vasco, nada. Ojalá hubiera sido un problema vasco,
pensará la madre de Alberto Jiménez Becerril, y los asesinos
de su hijo se hubieran quedado allí arriba, ellos con ellos.
Pero el «problema vasco» ha sido durante muchos años
pesadilla sevillana. Que yo sepa, la calle Don Remondo no
está entre Hernani y Guetaria. Y allí fue donde asesinaron
al matrimonio Jiménez Becerril, que ya ve usted lo que
tendrían que ver los pobres con las Vascongadas, en su
felicidad familiar y en su servicio a los asuntos públicos
de Sevilla.
No es que yo quiera añadir
crispación a este momento tan grave en que los conceptos
mismos de España y de la libertad están en perri, pero hay
veces en que los dichosos silencios de Sevilla se las traen.
Lo digo por el silencio de la sociedad civil de Sevilla en
todo este trance de la claudicación del Estado de Derecho
ante los asesinos de la ETA, los hideputas que me quisieron
quitar del tabaco, lo que tendría yo que ver también con el
jodido problema vasco...
A un tío que se cachondeó, sí,
ésta es la palabra: se cachondeó. A un tío que se cachondeó
del dolor de los sevillanos y de la familia Jiménez
Becerril, le quieren rebajar las penas y lo quieren poner en
la calle, como si, encima, no hubiera cometido veinticinco
asesinatos. Hablo de El Juana Chaos. Porque a los
delincuentes, en castellano, se les nombra poniéndoles por
delante el artículo determinado: El Tarta, El Lute, El
Arropiero. El Juana Chaos, en aquellos tristes días de enero
de 1998 en que Sevilla enterraba a Alberto y a Ascensión,
escribió a sus compañeros de la banda asesina: «Me encanta
ver las caras desencajadas de los familiares en los
funerales. Aquí, en la cárcel, sus lloros son nuestras
sonrisas y acabaremos a carcajada limpia. Esta última acción
de Sevilla ha sido perfecta: con ella, yo ya he comido para
todo el mes.»
Bueno, pues a este tío le
quieren rebajar las penas de un modo denigrante, y acabará
en la calle, ¡vamos que si acabará en la calle! Y las
gracias a Dios hemos de dar si ZP no ha pactado ya
concederle la Gran Cruz del Mérito Civil.
Y Sevilla, a todo esto, con
sus dichosos silencios.
Nadie ha abierto la boca.
¿Tanto miedo tenéis, paisanos?
Silencio de Sevilla solamente
roto honrosamente por Soledad Becerril, que se ha atrevido a
decir lo que muchos piensan, pero no se atreven a abrir la
boca, y se ha mostrado asombrada de esa indigna reducción de
penas que preparan para esta manta de asesinos.
Si Soledad está asombrada,
servidor está doblemente asombrado. Por la ignominia en sí
de convertir poco menos que en un héroe civil al que se reía
de esa forma del dolor de los sevillanos. Pero también
asombrado de que estas cosas no asombren más que a Soledad
Becerril: «Que sola está Soledad/denunciando a los
cobardes/en el proceso de paz». Sevilla guarda silencio y
hace como que olvida. ¡Hala, todos a la cervecita fresca y a
las gambas como saxofones, No Passssa Nada! Ya lo dicen sus
títulos: Muy Noble, Muy Leal, Difícil, Novelera y Cobardona
Ciudad de Sevilla.