Ramón Ybarra llegaba a San Nicolás, de nazareno, para la definitiva estación. De gloria, que no de penitencia. Su papeleta de sitio era una negra y sobria caja de recia madera, valdeslealesca, amortajado con su blanca túnica, ya sin vara dorada, primer tramo de Cristo en la cofradía de la muerte.
Dentro de la iglesia no estaba encendido ese retruécano hermosísimo del Martes Santo que es la candelería de La Candelaria en sus candeleros. Dentro de la iglesia no estaban montados los pasos, ni la cuadrilla de hermanos costaleros que alentó se había tocado con el casco de guerrero para batallas a pulso que es la ropa de arpillera. Fuera no estaba la banda de música para tocar el escalofrío familiar de una partitura de Manolo Marvizón. Fuera no estaban los chiquillos trepando rejas ni los vencejos peinando tejados de la casa de Pepín Ybarra, de la consulta del Doctor Laffón, de las pilas de lavar del Corral del Trompero. Fuera sí estaba la misma luz de entonces. De siempre. Luz de Martes Santo. Luz de Candelaria.
Y los amigos. Ramón había muerto con las claras de este día cuya luz aún estaba abierta ahí fuera, como dejando paso para el cortejo de un Martes Santo eterno. No había llegado la oscuridad del día en que Ramón Ybarra se vestía definitivamente de nazareno de La Candelaria, y a las 7 de la tarde estaba ya la iglesia abarrotada de sus amigos, encomendándolo en la misa a su Dios del Martes Santo. Sin esquela mortuoria todavía en los periódicos, sin obituarios en los papeles, la noticia de la muerte de Ramón Ybarra había llegado a todos, ésta es Sevilla, tan veloz como la muerte misma. Ni nuevas tecnologías, ni SMS, ni nada. El verdadero, definitivo "pásalo" de la amistad en la muerte de Sevilla. Era tanto y tan diverso Ramón este Ramón Ybarra, sevillano con ejercicio y servidumbre, sevillista con patente de hermano de otro Ramón, Sánchez Pizjuán, que estaba allí media Sevilla y parte de la otra media, de los toreros a los cantaores, de los empresarios a los tiesos, de la Maestranza a la Caridad, de Pineda al Consejo de Cofradías, de los empleados de Cydeplast a los conductores de sus autobuses turísticos, azoteas rodantes para ver Sevilla, pintados de rojo como las medias de Juanito Arza, de Juan Araujo o de Fernando Guillamón.
Estaba allí el amigo Ramón Ybarra, de nazareno, de cuerpo de nazareno presente, en la capilla de su hermandad, y me acordé de la penúltima vez que nos vimos. Fue de ventanilla a ventanilla de coche, en el embotellamiento del Puente de las Delicias. Nos encontramos horas más tarde en la inauguración de la fundación de Gonzalo Madariaga y Ramón, sevillista gracia sevillana, evocando nuestro saludo del tapón de Tablada, me dijo: "¿Has visto que en los embotellamientos ya hasta se hace sociedad?". Como sé que Ramón me está oyendo, como nos oye a todos los amigos, ahora le comento: "¿Has visto, Ramón, que como dice el malvado Atienza ya sólo se hace sociedad en los funerales...y en los embotellamientos, añades tú?" Y le hago ahora la pregunta que nunca le formulé en vida: "¿Qué hace un Ybarra como tú en una hermandad de barrio como ésta, y no en El Silencio?" Y la luz antigua de Martes Santo me lo responde. Este luz de Martes de la vara dorada de Ramón, de su mano izquierda en las gestoras, donde fue una especie de providencial Eugenio Hernández Bastos sin sotana, me dice que este Ybarra estaba aquí porque al lado estaba su solar familiar, en la calle del Conde que fundó la Feria. Por eso Ramón Ybarra sabía que en Martes es cuando debes embarcarte, ¡sevillanos, a la gloria!, que dijo uno de su cofradía, para estar ya siempre al lado de La Candelaria en los Jardines de Murillo de verdad.