COMO cada año por las Pascuas
de Navidad y Reyes, ya están aquí las rígidas,
serias y solemnes disposiciones escritas en papel
mojado para que en los puestecillos y en las
tiendas de gominolas y chuches no vendan petardos.
Y como cada año por estas fechas, los tíos de los
puestecillos ya están hartándose de vender
petardos a la chiquillería del barrio, restallante
de triquitraques por los zaguanes.
Y quien dice los
puestecillos, que cada vez van quedando menos,
dice las tiendas de los veinte duros. Territorio
semánticamente interesantísimo, por cierto. El
euro ha llegado con su paridad imparable a todos
los confines. Hasta los más viejos del lugar
cuentan ya por euros. Y los que lo hacen en
pesetas nos parecen tan antiguos como aquellas
viejas del Candilejo con rodete y zarcillos de
coral negro. O como aquellos tratantes de ganado
de la puerta del Mercantil con cachaba, silueta de
la Virgen del Rocío en la solapa y palillo de
dientes en la cinta negra del sombrero de alancha,
que contaban por reales, y que a los billetes de
mil pesetas les llamaban «cuatro mil reales». Hay
unos ámbitos curiosísimos que van por el plan
antiguo de la unidad monetaria, y son las tiendas
de los veinte duros. Aunque en los letreros de sus
muestras ponen «1, 2 y 3 euros» con letras así de
gordas, ésas nacieron como tiendas de los veinte
duros y tiendas de los veinte duros serán hasta
que se mueran, O hasta que nos maten a sustos con
los petardos que venden para los chiquillos en
estos días, en competencia con los puestecillos.
Sin que nadie me
haya podido explicar nunca qué tiene que ver la
cohetería con el nacimiento del Señor de la Salud
de mi Carretería, Sevilla se nos pone en estas
fechas de un valenciano que tira de espaldas. Será
por el arroz de los Hernández en la Cigala
marismeña. Sevilla se nos convierte cada noche en
una inmensa «mascletá» infantil, en las tracas de
unas Fallas en miniatura. Hasta te crees que vas a
ver a una fallera mayor camino de la Virgen de los
Desamparados de San Esteban, cuando lo que ves es
al negro Máiquel Yacson de la antigua estación de
Plaza de Armas disfrazado de Papá Noel en su
puesto de trabajo semafórico.
O será que no es por
Valencia, sino que es por el Aljarafe cohetero de
los toros de fuego. Sevilla se nos pone en estas
fechas aljarafeña. Hay que ver lo que gusta un
cohete en esos pueblos del Aljarafe, en ese
Benacazón. Será la herencia morisca de la cornisa,
que dejó esta costumbre de correr la pólvora,
reguero que llegó hasta a hacer rocieros a los
cohetes: «Cohetitos van y vienen/que la Virgen va
a salir». Pero la Virgen que va a salir ahora no
es la del Rocío, sino la de los nacimientos. Sea
como fuere, como las prohibiciones de venta de
petardos son un deseo siempre incumplido, nos
quedamos con estos días de petardos pirotécnicos
propiamente dichos. Nos quedamos con el
triquitraque de correr la pólvora, puñeteros
niños; con las explosiones que pegan, que le ponen
a uno el corazón en un puño. Al fin y al cabo,
estos petardos de los chiquillos no hacen mal a
nadie, tímpanos reventados al margen. Y además,
duran solamente unos días. El 7 de enero, cuando
empiecen las rebajas y ya se hayan desperdiciado y
pisoteado en las cabalgatas de los barrios todas
las toneladas de caramelos que nadie se ha dignado
agacharse para recoger y que harían felices a los
pobres niños del Tercer Mundo, ese día, decía, ya
no estallará un solo petardo. Un solo petardo
pirotécnico de las Pascuas, se entiende.
Porque de los otros
petardos, de los petardos sevillanos propiamente
dichos, de los petardos de toda la vida, de los
petardos humanos, no te quiero ni contar la
cantidad de ellos que quedan, desgraciadamente.
Los malos y dañinos son estos otros petardos. Los
auténticos petardos de toda petardez que tenemos
que aguantar en Sevilla a lo largo del año,
ocupando puestos importantísimos en la política,
en la vida pública, en las empresas, en la
cultura, en la comunicación, en la economía, en
los grupos de presión, en las artes, en el
pintamiento de mona. Esos petardos, como no hacen
ruido, no están prohibidos, y a veces incluso
hasta les ponen medallas de Andalucía y los hacen
hijos predilectos. Sevilla sufre cada día del año
estos petardos, sin que nadie haga nada por
evitarlos. Por no hablar del petardo gordo, vaya
petardo, de que quisieran hacer a Sevilla las
Azores de la Paz. ¿Por qué no dejamos mejor en paz
a las Azores, para que Sevilla sea Sevilla y los
carteles de toros no sean del tebeo?