TRANQUILOS,
macarenos, tranquilos, que este redoble para Pepe
Hidalgo no es gracias al Dios de la Sentencia un
gorigori, como cuando Ramón Ybarra volvió un
Martes Santo a San Nicolás, Quini el alguacil hizo
su último despeje de plaza en su caballo del Rocío
de Sevilla, o Enrique Esquivias cumplió con el
rito y la regla de su túnica por el camino más
corto. Este redoble para Pepe Hidalgo, el
cabotambor de la Centuria, es un gorigori en vida.
Así hay que tributar los honores, cuando los que
con su esfuerzo se los han currelado aún pueden
recibirlos en plenitud de facultades, sin
arrastrar los pies por la calle Sierpes, como
decía Juan Belmonte que no quería que lo vieran,
por eso se pegó un tiro en Gómez Cardeña con una
pistola tan literaria como la de Larra.
Por «la CNN de las
cofradías» que es ArteSacro.Org me entero que José
Hidalgo López, director de la banda de tambores y
cornetas de la Centuria macarena, ha sufrido un
accidente de circulación, sin graves consecuencias
gracias a La Que Está en San Gil, y que se
recupera de tal modo que ya mismito está en la
explanada del Hospital con los marciales ensayos
de los armaos, sonido inconfundible de la
Cuaresma.
Echo las cuentas, me
acuerdo de Manolete Loreto, de Romerito, del
Pancho, del Pijote, del Mono, de Manolín Ortega.
Me acuerdo de Repiso, caboescolta de una escuadra
de gastadores con perfil romano de mármol de
Itálica, todos como primos de Trajano con un
puesto en la plaza de la Feria. Y me parece que
Hidalgo es el más veterano de los que siguen en
activo, el decano de los armaos, el que encabeza
la escalilla de mandos y tropas del Sentencia,
según se comenta en el castrense cuarto de
banderas donde seguro guardarán la enseña nacional
centuriana del Pájaro. Pero el cabotambor no tiene
quien le escriba. A Pepe Hidalgo, ay, le falta
literatura, le falta mitología, cuando su estampa
clásica y tradicional toda se la merece. Evocamos
personajes cofradieros ya desaparecidos, que si el
Brigada Rafael, que si Fatiga, que si Pepe el de
las Salesas, cuando tenemos alrededor toda una
galería riquísima de mitos vivos a los que no les
ponemos la peana que resalte su grandeza. Y como
no hay derecho, yo ahora formo a la Centuria mejor
de la memoria, la que acaba de vestir Juan Manuel
Rodríguez Ojeda con las corazas de costillas; la
que lleva una banda que ha fundado Patón en
persona, que es como decir el mismo Hércules de
los tambores y las cornetas. Y la mando formar.
¡Presenten, aaaarmas! Presenten lanzas y desnudos
espadines al arte de Hidalgo, redoblante arte
inmarcesible del puro sonido a Policía Armada.
Hidalgo, con su casco emplumado, su coraza, su
enagüeta, sus baquetas y su tambor, con la misma
majestad y gloria con que su tocayo El Pelao
mandaba a la macarena tropa, con la recia
marcialidad del Melli, le pasa revista, formada la
gandinga junto al Arco del mismísimo Julio César y
del azulejo de la Esperanza. Y una vez dada la
novedad por el capitán Ignacio Guillermo Prieto,
ante él desfilan, dando vista a la derecha, los
armaos invencibles, a los sones de la marcha más
garbosa que se escribiera nunca en la historia de
la música militar: «Abelardo».
Tras lo cual,
Hidalgo vuelve a nuestra memoria de madrugada,
siempre redoblando, rufando albores de calentitos
y aguardiente. Pasan blancas plumas por Las Siete
Puertas, y allí, junto al manchado mostrador del
pecado, está viéndolos pasar Florentino Pérez
Embid, zagalón ángel anunciador, catedrático de
Historia de los Descubrimientos, entre los que
debe figurar el suyo decisivo de que
verdaderamente La Que Está en el Arco es la Madre
de Dios. Junto a los Hércules de la Alameda, las
baquetas de Hidalgo, rufando gloria bendita sobre
la piel del tambor de Sevilla. Es flamenco,
macareno, de Manuel Torre, ese contracompás,
contrapunto de la gracia. Cómo rachean sandalias y
alpargatas a su conjuro mágico. Es el clarín del
Brigada Rafael hecho redoble, repeluco y
escalofrío de la memoria. Rataplán, rataplán marca
el bordón de los roncos tambores, cuando Hidalgo
rufa el suyo como en tercio de seguiriya, ayayay
de una saeta. Nadie lo ha dicho nunca, y es hora
de proclamarlo: Hidalgo no rufa su tambor; con él
le canta a la Esperanza una redoblada saeta de
amor desde hace más de treinta madrugadas.